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31/03/2014 | El mal francés

Iñaki Gil

Abstención récord. Voto de castigo. Nuestros vecinos volvieron a utilizar sus sufragios para demostrar que a malas pulgas no les gana nadie.

 

bstención récord. Voto de protesta. Voto de castigo. Nuestros vecinos del Norte volvieron ayer a utilizar sus sufragios para demostrar que a malas pulgas no les gana nadie. Y, como están cabreados con el gobierno, dieron un notorio montón de votos a la extrema derecha, castigaron al presidente más impopular desde que se hacen encuestas o, simplemente, pasaron de ir a las urnas.

Aún sin terminar el recuento, la abstención iba camino de superar el 36% de la primera vuelta y convertirse en el mayor porcentaje registrado hasta ahora en una segunda vuelta, que era el 35% hace cinco años.

Marine Le Pen puede volver a presentarse como la estrella en ascenso que sintoniza con esa Francia enfadada con el sistema. Un ramillete de pequeños municipios y en torno al millar de concejales son bazas a exhibir.

Con los datos en la mano, sus porcentajes son poca cosa. Baste decir que Francia elegía ayer 519.947 concejales y que, en tiempos de su padre, el mítico Jean Marie Le Pen, el Frente Nacional logró 1.200 concejales en 1995. Un millón de votos es poco si se compara con los 6,3 millones (un 18,3%) que Marine sumó en las generales de 2002.

A ella le va a dar igual. El Frente tiene graves problemas de implantación local y dificultades para presentar candidatos. Así que esos resultados son minutos de telediario y carburante para las elecciones europeas, un escrutinio también propicio para el voto de protesta y una cita electoral mucho más jugable para la extrema derecha.

Y luego está el voto de castigo. El sistema político francés está dominado por la elección por sufragio universal del presidente de la República. Una excepción francesa en una Europa de sistemas parlamentarios que introdujo De Gaulle para acabar de una vez con la inestabilidad crónica de la IV República.

La cosa funcionó hasta que la ciudadanía le encontró la vuelta. Elegía un presidente y en cuanto defraudaba, elegía una mayoría parlamentaria de signo contrario. Así François Mitterrand empezó sus dos mandatos con amplias mayorías pero luego tuvo que cohabitar con primeros ministros de centro derecha como Jacques Chirac y Edouard Balladur. A Chirac le pasó lo mismo y tuvo que convivir con el socialista Lionel Jospin.

La clase política encontró la solución fácil. En lugar de no prometer cosas irrealizables o, simplemente, gobernar sin escándalos y modernizar Francia -la gran asignatura pendiente- cambió el sistema. Ahora los mandatos presidenciales duran cinco años, como las legislaturas parlamentarias. Pero los franceses no dieron a Nicolas Sarkozy un segundo mandato y es muy dudoso que se lo den a Hollande que es aún más impopular.

Y en todas las elecciones intermedias, el francés que sintoniza con el presidente, decepcionado, se va al campo en lugar de votar. Y el que le detesta vota por otro.

El Mundo (España)

 



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