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09/05/2014 | Capital(ismo) en el Siglo XXI

Jorge L. Daly

Más que crecer al 8% lo que Perú necesita, con urgencia, es construir y fortalecer la institucionalidad

 

Paso diez días en Estados Unidos y pienso en las cosas que nos acercan. Aquí también la política es disfuncional y su práctica cada vez más propia de circo. Converso con gente de distintos oficios y de variados ingresos y todos parecen resignados a tolerarla, a aceptar la escandalosa corrupción, en este caso legalizada, que la permea. Nadie se indigna ante el hecho de que las elecciones se compran y que los elegidos por el voto popular se alquilan. Aquí también los principales medios dan espacio de opinión a comentaristas pensantes, pero la realidad es que valoran más lo trivial: un programa en la televisión que de modo muy elemental analiza la crisis en Ucrania es interrumpido para cubrir la noticia del embarazo de la hija del expresidente Bill Clinton. Finalmente, aquí también la religión del libre mercado reina incuestionada: el factor principal que explica la gran recesión mundial de 2008 fue la indebida intromisión gubernamental y el que sostiene que fue causada por la desregulación a ultranza de los mercados financieros no es un analista serio ni sabe de economía, punto. Peor, es un socialista, un trasnochado críptico que vive encandilado por el dogma marxista.

Vamos, si bien el furibundo alemán se equivocó en mucho, también es cierto que acertó, y no en poco. Por ejemplo, fue el primero en argüir que una economía sujeta a las leyes del libre mercado gesta creciente desigualdad de activos e ingresos. Y es esta tendencia precisamente la que examina Thomas Piketty en su último libro, Capital in the Twenty First Century. Piketty, un joven economista francés que a los 22 años se doctoró nada menos que en MIT, postula que economías desarrolladas como Inglaterra, Francia y Estados Unidos se encaminan rápidamente a reproducir las aberrantes estructuras de desigualdad que distinguieron a esos países desde la primera mitad del siglo XIX hasta un siglo después, en los albores de la II Guerra Mundial. Qué refrescante que alguien aborde este problema y que además lo demuestre con rigor empírico: salvo las tres décadas que siguieron al fin de la guerra, Piketty ha calculado que la tasa de acumulación del capital —léase las utilidades, dividendos y rentas que afluyen a los dueños de las grandes empresas e inversores más pudientes— supera la tasa de crecimiento de la economía. Este diferencial implica una redistribución de ingresos, desde los muchos que viven de salarios, hacia los de arriba, los muchos menos que perciben cuantiosos retornos a su capital. Incluya también el diferencial que hay entre el sueldo promedio de un gerente general y el de un obrero o empleado, hoy 340 veces más frente a las 10 veces que más que se registraba en 1966, y podrá concluir que la economía norteamericana hoy trabaja no para el 1% sino para el 0,1%.

A pesar de que economistas de prestigio como Paul Krugman le han rendido tributo extraordinario a este libro, es difícil prever si tendrá el impacto capaz de remecer los cimientos del paradigma económico que hoy nos rige. Pienso que aquí, en Perú, es más difícil que se abandone el dogma del libre mercado que el cardenal Cipriani bendiga la unión civil entre personas del mismo sexo. Con todo, nuestros creyentes, los eximios analistas y portavoces del credo que ocupan las columnas de opinión de los medios de mayor circulación, en algún momento tendrán que pronunciarse sobre esta obra que ya ocupa el primer puesto en las ventas de Amazon. Cuando lo hagan, ojalá no la denuncien por tener un enfoque “marxista”, o cuestionen su relevancia para la realidad peruana porque —ya escucho la crítica— la historia del último cuarto de siglo que se contará no será la aparición de una mayor desigualdad económica sino la del éxito magnífico en conseguir alto crecimiento y reducción de los niveles de pobreza, y todo merced al papel catalizador de las políticas de mercado.

Pero aquí no hay nada nuevo. Marx también acertó al anticipar la potencia del mercado para eliminar la pobreza abyecta. Asimismo, presagió la aparición y uso de fetiches que brindan sustento al orden que impera. El fetiche que en Perú se ha instalado es el alto crecimiento económico como la receta única para curar todos los males y la exaltación del libre mercado como el canon que hay que seguir, al pie de la letra, para lograrlo. Empresarios, académicos y los comentaristas de opinión más influyentes han erigido a este fetiche como el criterio para determinar si vamos bien o si estamos mal. Una baja en la tasa de crecimiento nos pone nerviosos y hasta se usa para proclamar que el actual presidente no es tan bueno como el anterior porque ahora crecemos al 5% mientras que con su predecesor se crecía al 8%. El problema es que, entre nuestras élites, otros testimonios que dan fe de la condición peruana —la masiva informalidad, la creciente ilegalidad, la clamorosa debilidad de las instituciones, la corrupción, la deficiente calidad de los servicios públicos y sí, también de la desigualdad económica y social, así le prestemos atención solamente en época de elecciones presidenciales— no despiertan igual interés ni preocupación. Es una lástima que no haya un barómetro que permita determinar qué gobernante hace más para desterrar estas lacras.

Mi apuesta es que Piketty sí tendrá relevancia para Perú porque nos muestra los efectos de un capitalismo donde el mercado es el árbitro y regulador único de la economía y, aunque no lo resalta, con la capacidad para someter la vida social, política, cultural de un país. En Estados Unidos, el libre mercado marcha inexorable en un campo punteado por brechas enormes que separan a los ricos de los demás, en el que ya queda muy poco que no tenga precio y en donde las normas colectivas y legales cada vez ceden más paso a esa codicia que corroe el tejido social. Pues bien, la emulación de este esquema, la reproducción de este tipo de capitalismo en un país como Perú que nació como producto de la violencia excluyente y que todavía no está socialmente vertebrado, significa apostar por la barbarie. Abra los ojos, ya está entre nosotros, hecha realidad por mineros ilegales que deforestan parques naturales, por la violencia homicida en las calles, por empresarios de la educación que se hacen millonarios sin importarles la calidad del servicio que ofrecen, por autoridades regionales que recurren a la amenaza para silenciar a opositores y a la compra de jueces y periodistas para encubrir fechorías.

El fetiche nos engaña. Más que crecer al 8% lo que el país necesita, con urgencia, es construir y fortalecer la institucionalidad. Claro, estas opciones no se excluyen mutuamente, pero el problema es que el embrujado por los cantos de sirena del libre mercado nos cuenta que una mejor institucionalidad llegará sola, como un producto del rápido crecimiento económico. Nada más falso. Cuán necesario es desmitificar este paradigma, aprender que no se debe dejar todo al mercado, entender que en una buena institucionalidad, al servicio de la ciudadanía entera, hay cosas que nunca se deben comprar o vender. Se construye con reglas claras que se hacen valer y no con vacíos que el mercado llena de la única forma que lo sabe hacer: poniéndole precio a todo lo que se cruce por delante, a lo bueno y a lo malo, a la comida y medicina que ingerimos como a los servicios de policías, jueces, funcionarios reguladores o políticos. Vamos, aquí no hacemos estas cosas con la elegancia ni con el manto de legalidad que legitima el capitalismo del siglo XXI en Estados Unidos, pero la verdad es que andamos por la misma senda.

Jorge L. Daly es escritor y economista político. Es catedrático en la Universidad Centrum Católica de Lima. Una versión de este artículo aparece en la edición de mayo de la revista Poder.

El Pais (Es) (España)

 



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