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25/05/2014 | Del boxeo a la riña callejera: elecciones en Colombia

Héctor Schamis

La simultaneidad de la negociación de paz y la elección ha transformado en mera consigna electoral lo que debería ser una política de Estado

 

No es nuevo, por cierto, el encono manifiesto entre Álvaro Uribe y su ex ministro y sucesor en la presidencia, Juan Manuel Santos. Pero ahora se ha desmadrado, se ha hecho desproporcionado, y es el factor—verdaderamente tóxico—que marca el ritmo de la política. Su importancia se ha magnificado por todo lo que está en juego, una elección en medio de una negociación que, en principio, ofrece a los colombianos la oportunidad de alcanzar una paz duradera.

O lo contrario. Cuando comenzaron las negociaciones con las FARC fue evidente que Santos estaba embarcándose en un proceso de enorme importancia. Más que su reelección, tamaña empresa definiría la mismísima extensión de su capítulo en los libros de historia. Y este plan de paz era, y sigue siendo aparentemente, una apuesta enorme, no tanto por las dificultades habituales de cualquier negociación entre un gobierno y un grupo armado irregular, sino por las características específicas del caso.

Concretamente, no es lo mismo negociar con el IRA, por citar un ejemplo “parecido”, que hacerlo con las FARC. El primero, por violento, equivocado e irracional que pudiera ser en su accionar, siempre estuvo claro que lo hacía por objetivos políticos y en función de una ideología, la identidad nacional irlandesa. El problema de esta negociación es que, en el tiempo, la violencia de las FARC fue cada vez menos justificable por ideología—las reivindicaciones del campesinado y la revolución—que por la droga y el dinero. De ahí que en las negociaciones se hable sobre tierras y víctimas, tanto como del mercado de narcóticos. Consecuentemente, y desde hace tiempo, las encuestas muestran que un segmento importante de la población piensa que las FARC son poco más que un cartel de cocaína.

Esto es importante para entender esta peculiar elección. Santos ha definitivamente atado su suerte al proceso de paz, al punto de convertirlo en bandera de campaña. “Esta elección es entre la paz y la guerra”, declaró esta semana. Pero no es claro que así fuera su plan al comienzo de las negociaciones, o si prefería acordar la paz rápidamente, con tanta anterioridad a la elección como fuera posible—y por cierto, aconsejable—pero para lo cual es dudoso que tuviera tiempo suficiente. Porque algo que Santos y sus estrategas debían saber es que cuanto más cerca estuviera de la elección, más se politizaría la negociación, más poder eso le daría a las FARC y más se haría parte de la campaña electoral. La simultaneidad de la negociación de paz y la elección ha transformado lo que debería ser una política de estado, basada en amplios consensos políticos y sociales, en una mera consigna electoral, profundizando la división y las pasiones que el tema naturalmente genera en la sociedad.

Eso es exactamente lo que ha sucedido, facilitando el regreso de Uribe al centro del escenario. Como nadie, Uribe ha construido su agenda y su identidad política alrededor de aquellos, que no son todos pero no son pocos, que ven a las FARC como meros delincuentes. Así fue en el pasado como presidente y hoy como líder de la oposición. Con el plan de paz sin resolución definitiva, su regreso activo a la arena política se hizo—predeciblemente—politizando las negociaciones, al punto de convertir el tema en un virtual referéndum del presidente en ejercicio. La exitosa elección de Uribe al Senado le permitió comenzar a escribir el libreto, el “script”, de esta elección, lo cual tuvo un efecto de arrastre sobre su delfín, Óscar Iván Zuluaga, hasta entonces rezagado en las encuestas. El terreno electoral se emparejó, convirtiendo lo que aparecía como una segura victoria de Santos en un empate, con la consiguiente polarización y la intensificación de las diferencias entre los contendientes.

Empate, polarización y las FARC en la ecuación electoral bastaron para transformar lo que podía ser un match de boxeo—metáfora de una disputa intensa, pero con reglas y un cierto honor deportivo—en una salvaje riña callejera. Las acusaciones, los insultos y los videos de actividades ilegales no se hicieron esperar y, para peor, sin haber sido suficientemente aclaradas por ninguna de las partes: en el caso de Santos, de haber recibido dineros del narcotráfico en el pasado por intermedio de un ex asesor, y en el caso de Zuluaga, de haber hackeado a organismos de inteligencia para obtener información sobre las negociaciones. Así las cosas, habrá segunda vuelta el 15 de junio, para la cual las encuestas también muestran un empate; la definitiva consolidación de la incertidumbre.

Un notable artículo del politólogo estadounidense Alexander Wilde, escrito en los setenta, caracterizaba la democracia en Colombia—elitista y machista—como una “conversación entre caballeros”. Obviamente, el argumento habría que afinarlo hoy. Los caballeros primero dejaron de conversar, para pasar al ring de boxeo. Luego se bajaron del ring para seguir la pelea en la calle, donde ganan los que conocen la regla básica: la ausencia de reglas. Ni conversaciones ni caballeros, entonces, ese parece ser el nuevo sistema político colombiano, pero con legados del antiguo: alcanza con mirar la intención del voto en blanco y el pronosticado abstencionismo. Además de una reelección y un plan de paz, también podría estar en juego la histórica estabilidad democrática.

Héctor Schamis es profesor en Georgetown University. Twitter @hectorschamis

El Pais (Es) (España)

 



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