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05/07/2006 | Una lucha justa

Mario Vargas Llosa

LA paz es un anhelo inmensamente deseado y compartido por la mayoría de los españoles y, qué duda cabe, sobre todos de los vascos. Nadie en su sano juicio, salvo minorías de fanáticos dementes, pueden estar contra la paz.

 

Pero es importante, incluso en estos momentos de ilusión y de entusiasmo por este «proceso de paz», recordar que no todas las formas de alcanzar la paz son idénticas, y que en algunos casos la paz puede ser muy provisional y precaria y costar, luego, peores violencias de las que se trata de conjurar.
 
Eso es lo que dicen el Foro Ermua y muchos otros militantes, intelectuales y ciudadanos españoles en estos momentos. Hay la sensación, que ojalá sea equivocada, de que este «proceso de paz» se emprende con el supuesto de que hay una simetría, una cierta paridad entre el Estado de Derecho y un Gobierno legítimamente democrático y una organización que ha asesinado, secuestrado, hecho vivir al País Vasco en el miedo, aterrorizando a muchos de sus ciudadanos al extremo de hacerlos exiliarse. También ha silenciado a otros mediante métodos de intimidación y chantaje absolutamente intolerables en toda sociedad civilizada.
 
El «proceso de paz» debe ser bienvenido siempre que no se renuncie a los principios fundamentales de la cultura de la libertad y se recuerde que en esta mesa se está sentando, de un lado, la cultura de los Derechos Humanos, de la coexistencia en la diversidad, la de instituciones representativas nacidas pacíficamente de elecciones, y, del otro lado, fanáticos, asesinos convencidos de que todos los medios valen para alcanzar los fines.
 
Hay que tratar de guardar la cabeza fría y afirmar en medio del entusiasmo y esperanza que viven muchos españoles estos días que esa simetría no existe. Que, por un lado, está el derecho, la justicia, la libertad, y, del otro lado, el crimen, la exclusión y el fanatismo. Todo «proceso de paz» con una organización nacionalista implica un riesgo enorme, y lo implica porque todo nacionalismo es más que una doctrina o una ideología política. Todo nacionalismo es una religión, es un acto de fe, y ninguna religión puede renunciar a sus dogmas sin negarse a sí misma, sin desaparecer.
 
Desde luego, no se debe confundir el nacionalismo que opera dentro de las reglas del juego de la democracia y renuncia a la violencia y el nacionalismo fanático de homicidas y asesinos, pero todo nacionalismo, en última instancia, es excluyente, y por lo tanto proclive a desatar la violencia. Es importante recordar que ni ETA ni su brazo político han hecho la menor concesión en lo que se refiere a lo fundamental, y lo fundamental es su objetivo político, y su objetivo político es la secesión, la independencia del País Vasco, algo sobre lo que obviamente el Estado de Derecho de la sociedad democrática española no puede hacer concesión alguna.
 
Eso plantea dificultades enormes, acaso insuperables, en esta negociación que hoy día se abre, y significa que esta negociación no debería tener lugar, ¿no?
Yo creo que no, que hay ciertos temas en los que efectivamente puede hacerse un diálogo, pero sobre aquello que es lo esencial, obviamente no puede haberlo a menos que el Estado de Derecho esté dispuesto a rendirse frente al objetivo final del terrorismo.
 
Ayer, en un artículo muy interesante reseñando el libro de una persona que yo admiro, Rosa Díez , Fernando Savater recordaba que la lucha de los demócratas vascos contra ETA no ha sido una lucha contra la violencia: ha sido una lucha contra el objetivo político, el proyecto político de ETA para el País Vasco y para España, y que esa salvaguardia democrática no puede haber variado en lo más mínimo en estos momentos. Eso es lo que yo creo interpretar en la valiente campaña que inicia el Foro Ermua en estos días.
 
Recordar a todos los españoles que mientras estos años ETA mataba, secuestraba, cobraba cupos a los empresarios -a veces, si no pagaban los cupos los mataba-, mientras instalaba el terror en las ciudades y en las aldeas del País Vasco, había centenares, miles de vascas y vascos que con gran coraje se enfrentaban al terror y decían no en nombre de los Derechos Humanos, en nombre de la cultura de la libertad, en nombre de la democracia recobrada por España y, también, en nombre de una idea, de una España descentralizada, desde luego, con respeto absoluto para todas sus culturas y tradiciones, pero unida, una España unida, unida en la democracia, en la libertad y la coexistencia.
 
Es importante que todo aquello se recuerde, también que no se olvide a las víctimas del terror, a los centenares de centenares de españoles y españolas que cayeron bajo balas asesinas, a las familias maltratadas, sufridas, golpeadas y acaso sobre todo a los miles de miles de vascos asustados, reducidos también a víctimas desde el punto de vista psicológico, moral, cívico y político por una minoría de fanáticos, de asesinos, de dogmáticos, de gentes que no creen en esa democracia que tantos frutos positivos ha traído a España y que niegan ese hecho extraordinario, fecundo, el de la transición pacífica, que ha impulsado fantásticamente el progreso de España y que ha hecho en muy pocos años de España una sociedad moderna y genuinamente democrática.
 
Todo eso debe estar en la balanza, ahora que se inicia esa negociación llamada «de paz». Y todo aquello hay que defenderlo, porque todo aquello garantiza la civilización para la España del futuro, del progreso y la coexistencia. Defender esos valores no es ser un retrógrado, un reaccionario, como dicen los intelectuales que utilizan el chantaje para tratar de acallar a sus opositores o a quienes no se rinden ante las amenazas del pensamiento políticamente correcto.
 
Eso es lo que están haciendo los políticos, industriales, intelectuales y ciudadanos de a pie que han integrado las filas del Foro Ermua y de otras instituciones del País Vasco. Desde luego que su lucha es justa, es digna, es noble: es una lucha no sólo por los vascos, sino por todos los españoles.
 
(*) Escritor

ABC (España)

 


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