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20/08/2014 | Pobreza contra desigualdad

Manuel Suárez-Mier

Siempre me ha llamado poderosamente la atención que los “pensadores progresistas” y los socialistas de caviar hagan ruidosas campañas mediáticas sobre la injusticia en la distribución del ingreso y de la riqueza, sin reparar que la prioridad de las políticas públicas debiera ser el combate sin cuartel contra la pobreza.

 

El debate entre priorizar la desigualdad frente a la pobreza es ciertamente antiguo y de vez en vez retorna al centro del escenario, como ahora con la aparición del libro de Thomas Piketty Capital en el Siglo XXI, que proclama el empeoramiento en la distribución de la riqueza y el regreso al “capitalismo patrimonial” del siglo XIX.

Mi admirado maestro en la Universidad de Chicago, el eminente historiador Donald McCloskey —hoy Deirdre McCloskey después de cambiar su género en 1995— acaba de publicar un artículo en el Financial Times en el que afirma que “la igualdad carece de relevancia cuando los pobres están (en proceso de) volverse ricos”.

McCloskey, que ha venido trabajando por una década en una fascinante trilogía sobre las virtudes del ascenso de la burguesía como protagonista medular en las economías de mercado —repele el término capitalismo inventado por Carlos Marx— que emergieron con la Revolución Industrial, afirma que:

“En términos relativos, los más pobres han sido los principales beneficiarios (del acelerado proceso de crecimiento económico desde la Revolución Industrial). Los ricos se hicieron más ricos, es cierto. Pero millones (de personas) más tienen acceso a gas para cocinar, coches, vacunas contra el sarampión, agua corriente en casa, nutrición adecuada, mayor estatura, creciente expectativa de vida, escuela para sus niños…”

En todos los países que acceden a un proceso de crecimiento económico acelerado se aprecia de inmediato un deterioro en la distribución del ingreso, el índice de Gini —que mide la desigualdad entre ricos y pobres— empeora pero, más importante que esto a mi juicio, el abatimiento de la pobreza resulta espectacular.

La proporción de pobres que había en Chile antes de su notable despegue económico hace más de tres décadas, era de casi 50% de la población y hoy es de sólo 10%. En la China maoísta la distribución de la riqueza era perfecta —si se excluye a Mao y sus secuaces que vivían principescamente—: todos era paupérrimos, índice de Gini =1.

Conforme esos sistemas económicos abandonaron el comunismo o el capitalismo de estado sofocantes que los mantuvieron por muchos años al margen del progreso, y surge con vigor el crecimiento económico, empezaron a derrumbarse los índices de pobreza al abrirse oportunidades de empleo, al tiempo que se adoptaron políticas públicas tendientes a mejorar el acceso de los pobres a educación y salud.

Simultáneamente, al eliminarse trabas burocráticas a la iniciativa empresarial, florecieron nuevas actividades, se diversificaron las economías y se multiplicaron los éxitos corporativos en ámbitos impensables en los regímenes previos, con la consecuente creación de riqueza para los emprendedores.

Dos caras de la misma moneda: Eliminar obstáculos al crecimiento engendra oportunidades para abatir la pobreza y generar fortuna para los emprendedores. Este proceso de transición puede, en efecto, crear indeseables monopolios que se apropien indebidamente de rentas que corresponden a la sociedad en su conjunto.

Pero la creación y permanencia de monopolios sólo se consigue si los gobiernos impiden o toleran que haya obstáculos a una mayor competencia, que es el mejor antídoto contra los rentistas enquistados en la economía, como lo ilustran en México todavía hoy los estancos y sindicatos en petróleo, electricidad y telecomunicaciones.

De allí la crucial importancia de las reformas conseguidas por el gobierno de nuestro país en los últimos meses, culminando con la energética en días pasados, que al fin estrenan la oportunidad de que haya verdadera competencia en ámbitos de la economía que nunca la han conocido o no la han visto en muchísimos años.

Lo que McCloskey llama la era del “Gran Enriquecimiento” fue resultado de la innovación y no de la acumulación de capital o de la explotación de los trabajadores. Es por ello que nos debemos concentrar en seguir eliminando los impedimentos a la mayor y mejor competencia en nuestra economía para abatir la pobreza.

Ello demanda emprender una verdadera cruzada contra los obstáculos burocráticos que asfixian la iniciativa empresarial e impiden la incorporación de los trabajadores al sector formal de la economía, que es la gran reforma pendiente para el gobierno de Enrique Peña Nieto, lo que implica, entre otras muchas cosas, revertir su contrarreforma tributaria e impedir la fijación de salarios por decreto como ofrece algún demagogo.

El Cato (Estados Unidos)

 



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