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05/09/2014 | Argentina - La corrupción: un problema político despolitizado – Conferencia de Agustín Laje

Agustín Laje Arrigoni

El pasado viernes 29 de agosto, el Centro de Estudios LIBRE organizó junto a la Fundación Ayn Rand el “Festival LIBREMENTE” en la ciudad de Córdoba. Ante un nutrido auditorio, Agustín Laje ofreció una breve disertación sobre la problemática de la corrupción. Aquí transcribimos las ideas centrales de su charla.

 

Antes que nada debo empezar agradeciendo a todos los presentes por haber dispuesto un rato de su viernes para acompañarnos hoy en este evento que pretende ser, además de un espacio para la reflexión, un espacio para la cohesión entre los liberales cordobeses.

El título de mi breve charla, que reza “La corrupción: un problema político despolitizado”, si bien puede sonar un tanto pomposo (incluso recuerda a la intrincada retórica posmoderna), creo que es un buen resumen de la tesis que hoy pretendo acercarles, la cual es, precisamente, que la corrupción es un problema fundamentalmente político, pero que es abordado en términos de un discurso moral individualizante que nubla su naturaleza política. De ahí que la corrupción sea un problema político, aunque despolitizado al mismo tiempo como veremos enseguida.

Es bien sabido que en Argentina no padecemos “actos de corrupción” a secas, sino que vivimos en el marco de un verdadero “estado de corrupción”. Y con el vocablo “estado” pretendo darle una nota de sistematicidad al hecho de la corrupción. Es decir, en Argentina la corrupción ha adquirido desde hace tiempo una dimensión sistemática: la corrupción en Argentina se ha hecho sistema. La idea del “roba pero hace”, tan popular en nuestro país, pinta de cuerpo entero la realidad de este estado de corrupción. El “roba pero hace” implica decir que roba, como lo hacen todos, pero al menos trabaja, como pocos lo hacen. El robar es la regla; el trabajar la excepción.

Max Weber distinguió entre políticos que viven para la política y políticos que viven de la política. Sospecho que en nuestro país los que prevalecen son los políticos que viven de la política, y los argentinos vivimos, por lo tanto, en un sistema que bien podríamos denominar como CLEPTOCRACIA, es decir, en un régimen donde el poder siempre recae en los ladrones o, si se quiere, en términos estructuralistas, en un régimen que transforma en ladrones a quienes llegan a su seno.

Y es que el problema de la corrupción sigue lo que en economía se conoce como la teoría de la utilidad marginal decreciente. Para ponerlo en términos muy simples, esta teoría nos dice que cada dosis extra de un bien que incorporamos, nos aportará un poco menos de satisfacción que la anterior. Pensemos en el chocolate: comer un chocolate es muy placentero. Comer un segundo chocolate es placentero. Comer un tercer chocolate nos es indiferente. Pero a partir del cuarto, lo más probable es que ya no tengamos ganas ni de olerlo.

Algo similar pasa con la corrupción, pero cambiando la variable “placer” por “indignación”: conocer sobre un acto de corrupción nos llena de indignación. Conocer sobre otro acto de corrupción nos indigna un poco menos… y así, cuando vemos que la corrupción es algo cotidiano, nuestra indignación se neutraliza y naturaliza el sistema que permite la corrupción. (Pensemos sobre el programa Periodismo Para Todos y su rating: los primeros casos de corrupción develados se transformaron en escándalo nacional, pero a medida que se iban haciendo nuevos descubrimientos, la temática empezó a saturar al público y a sonar redundante).

No obstante ello, los discursos sobre la corrupción que han prevalecido podríamos denominarlos como “moralistas individualizantes”. Cuando hablo de un discurso moral individualizante quiero decir un discurso que pretende encontrar la raíz del problema en sujetos puntuales, al margen de los sistemas de ideas que rigen en la sociedad y los sistemas institucionales vigentes. Siguiendo la lógica de este diagnóstico, entonces, el problema de la corrupción tiene nombre y apellido, y sólo es cuestión de sacar a determinados sujetos de la política. Ojalá esto fuese así, pues sería realmente sencillo solucionar el problema de la corrupción.

 

Los K

Ellos también nos dijeron que venían a limpiar la política argentina. Que eran muchachos de ideales puros. Que venían a ser la contracara de la corrupción de los ’90. Que ellos no tendrían a su Yabrán, pero terminaron teniendo un Báez, un Jaime, un Boudou, y los fondos de una provincia entera en sus propias cuentas bancarias.

Menem

¿Y qué pensamos a su vez de este? Pues que no tendría a su Coti Nosiglia, a su Delconte… y así indefinidamente.

Para todos ellos el problema de la corrupción es un problema muy puntual, y no osan pensar que, quizás, el problema de la corrupción no esté tanto en las personas, sino más bien en la lógica misma del poder. Lord Acton, un pensador liberal que siempre es interesante recordar, decía que “Todo poder tiende a corromper; el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Y en esto debe insistirse precisamente: la corrupción es un asunto político porque involucra una discusión sobre el papel del poder en una sociedad. De ahí que la problemática de la corrupción subsuma discusiones tanto de orden ético, es decir, discusiones sobre los valores que queremos seguir como sociedad, cuanto discusiones sobre las instituciones que deseamos que nos rijan para, a su vez, asegurar aquéllos valores definidos en el campo axiológico.

De esto se trata la verdadera discusión sobre el problema de la corrupción. De poner en cuestión el sistema ético sobre el que se ha asentado nuestra sociedad y, por añadidura, de poner en cuestión el papel del poder político en la sociedad. Y estos son puntos que el discurso moralista individualizante sobre la corrupción no puede abordar, pues cree que la corrupción es un problema de nombre y apellido.

Dado que al pedirme que diera estas breves palabras me dijeron: “Agustín, bajá un poco a la tierra y hacé más pragmática su charla”, debo preguntarme ahora: ¿Qué planteamos entonces los liberales?

Lo que los liberales planteamos, básicamente, es lo mismo que planteamos en términos generales frente a la mayoría de los problemas de la sociedad: libertad.

En efecto, para los liberales la libertad es una función inversamente proporcional al poder de los políticos. Y la experiencia empírica ha demostrado que los países más libres del mundo son, al mismo tiempo, los que menos índices de corrupción mantienen. Es bastante lógico si lo pensamos: quitarle poder a los políticos es quitarles los canales que vehiculizan la corrupción.

Veamos este cuadro, en el que puse por un lado los 25 países más libres del mundo según el Índice 2013 de la Heritage Foundation, y a su derecha, el listado de los 25 países menos corruptos del mundo según el Índice 2013 de Transparencia Internacional.



Los resultados están a la vista: los países se repiten en ambos índices, lo cual muestra con toda claridad que a mayor libertad, menor poder para los políticos y, en definitiva, menores canales y redes de corrupción.

La historia del liberalismo es la historia de los intentos por limitar al poder del político, que para muchos nace con uno de los hombres que hoy recordamos: John Locke.

¿Queremos sociedades menos corruptas? Pues entonces construyamos sociedades más libres, en las cuales los políticos tengan por añadidura menos posibilidades y oportunidades de ser corruptos, estructuradas a partir de una ética donde la libertad individual sea el eje de nuestras discusiones sobre las instituciones que precisamos para desarrollarnos individual y socialmente.

Muchas gracias.

La Prensa Popular (Argentina)

 


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