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27/09/2014 | Obama: ¿Poder compartido o condicionado?

Carlos Duguech

Si nos quedáramos con los formidables discursos de Obama al asumir por primera vez la conducción de la Casa Blanca (2009, enero) y los que pronunció en Praga (2009, abril) y en El Cairo (2009, junio) estaremos hablando de otro Obama.

 

Hallaremos que en ese tiempo, antes de alcanzar los nueve meses (emblemático plazo de la gestación de la vida humana) del mandato que le otorgara el pueblo votante de los Estados Unidos sí merecía el Nobel de la Paz. El de la paz es un Nobel que –a diferencia de los de economía, literatura, física, química y medicina, que los decide y otorga la Academia de Ciencias de Suecia– es decidido por el Comité Noruego cada año. Pero la diferencia más notoria está en una visión de la obra de cada galardonado. Los primeros se otorgan a personas o instituciones que han conseguido determinados logros en las distintas disciplinas: descubrimientos científicos en medicina, química y física; aportes en el dominio de la economía y obra literaria de suficientes méritos. En cambio, en el Nobel de la Paz la mirada de los miembros del Comité Noruego está puesta en personas o instituciones que están abriendo nuevos y promisorios caminos orientados a la paz mundial están en camino, no hay logros aún porque la meta requiere variados esfuerzos y lleva tiempo realizarlos. Como en el caso de Oscar Arias Sánchez en Costa Rica (por sus trabajos a favor de los acuerdos de Esquípulas II en Centroamérica) y el de Barack Obama, abriendo puertas y ventanas hacia un aire de convivencia y diálogo con el mundo musulmán (discurso de El Cairo) y pregonando “un mundo libre de armas nucleares” (Praga).

Aquel Obama:

El del Nobel de la Paz; el de no más Guantánamo ni Irak; el de asegurar para los desposeídos de su propio país un sistema de seguridad en salud; el de insistir en un programa de protección ambiental y muchos otros que rozan o inciden directamente en los intereses sectoriales de los poderosos de todo tiempo; ese Obama está cuasi devaluado por una tenaz oposición a políticas que intentan modificar el statu quo que privilegia esa condición que viene caracterizando a los Estados Unidos como superpotencia en lo militar y en lo económico y a su clase privilegiada de millonarios y poderosos como de crecimiento sin límites, a costa de quienes fuesen. Ese Obama aparece como gestionando poder, un poder que ya tiene y requiriendo legitimidad para sus decisiones que naturalmente ya la posee desde 2009 por ser el presidente de su país consagrado en una segunda elección y hasta el año 2017.

Se puede colegir, desde aquí, a miles de kilómetros allende la frontera sur de ese gran país norteamericano, desde donde se escribe esta columna, que Barack Hussein Obama está sitiado en Washington. Rehén de su propia condición de presidente afroamericano, el primero no blanco de la historia y probablemente el único, por el racismo que no logró erradicar Martin Luther King ni con su inmolación por la causa de los negros.

Desde la Casa Blanca, donde se originan los lineamientos de la acción del gobierno nacional de los Estados Unidos, no surgen todos ellos con la anuencia o decisión o complacencia de Obama, sino pese a él. Muchas de las políticas debe suscribirlas, con el agobio de la presión de los que ejercen el poder en las sombras que guían su mano izquierda apretando temblorosa la estilográfica con la que dibuja su firma.

Esto es grave, pero quien suscribe esta columna y desde tan lejos, se guía por un análisis de los hechos y de su contemporaneidad que muestran lo que no se dice pero que se ve, a simple vista. Cree que sería muy bueno para su país y para el mundo que Obama ejerza en plenitud su condición de presidente y lleve adelante esa impronta que generó tanto entusiasmo dentro y fuera de los Estados Unidos cuando juró por primera vez en la fría mañana de Washington del 20 de enero de 2009. Para que no sea el suyo, un poder compartido o condicionado.

Columnista argentino.

El Nuevo Herald (Estados Unidos)

 



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