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22/10/2014 | México: ¿ un país que respeta sus leyes?

Pascal Beltrán del Río

En su edición más reciente, el semanario británico The Economist opinó que México necesita, para modernizarse, “tanto de ley y orden como de reformas económicas”.

 

Apenas acaba de hacerse público el texto, dedicado a la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, cuando muchos en las redes sociales lo reproducían, citaban y linkeaban con frenesí, como si se tratara de una verdad divina revelada a Moisés o Mahoma.

De hecho, es una obviedad. Todos sabemos que el marco legal cuenta con muy poco respeto en este país. El problema es que los mexicanos muchas veces no nos ponemos de acuerdo en qué entendemos por Estado de derecho y la importancia de éste.

Para mí, el Estado de derecho está compuesto de dos principios fundamentales. El primero es que el gobierno de un país no tenga tanto poder que pueda actuar por encima de la ley. El segundo es el acuerdo de los ciudadanos para regir su conducta de acuerdo con una serie de reglas y, a cambio, obtener la garantía del orden social.

En México, como digo arriba, la ley no goza de gran respetabilidad. Y eso es porque muchos de sus gobernantes y gobernados se resisten a vivir maniatados por ella.

En el mejor de los casos, la ley es para que la cumplan otros, no uno. Y las personas y organismos legalmente mandatados para hacerla cumplir muchas veces se han dado a conocer como incompetentes, insuficientes o comprables.

Un ciudadano que cumple con la ley es juzgado como un ingenuo, y un funcionario que la hace cumplir sin corromperse es visto como un caso exótico.

A pesar de que llevamos décadas hablando de la lucha contra la corrupción, fenómenos como el patrimonialismo no han desaparecido de la función pública.

La corrupción afecta grandemente al país. Enturbia los procesos productivos y degrada la relación entre los ciudadanos y el poder público.

Cuando la corrupción no es castigada genera impunidad, y así se inicia un ciclo vicioso.

México es un país que sanciona muy poco el delito. La enorme mayoría de las violaciones a la ley no recibe castigo alguno. Y cuando la recibe es porque el infractor careció de influencia o dinero suficientes para permanecer impune o cometió el error de dejarse atrapar.

No debe extrañarnos, pues, que nueve de cada diez delincuentes que son procesados fueron descubiertos infraganti. Es decir, a pesar de los esfuerzos que se han hecho en materia de criminalística y aplicación de las ciencias forenses, en la enorme mayoría de los casos la investigación de los delitos no suele ser la causa de una consignación.

La impunidad genera más delito. Uno de sus efectos ha sido permitir que los grupos de la delincuencia organizada infiltren las instituciones para poder garantizar que siga esa impunidad.

Los cambios en el negocio ilegal del narcotráfico llevaron a que los criminales buscaran controlar territorios, en lugar de solamente proteger rutas de traslado de la droga, y para eso se hizo necesario que compraran a las policías municipales, como aparentemente sucedió en Iguala.

Pero seamos sinceros: se puede alegar que la autoridad es la más comprometida en respetar la ley y hacerla valer, pero no es la única que la viola con tenacidad. Los ciudadanos de a pie también lo hacen en distintas modalidades: desde el desacato de las reglas de tránsito hasta la evasión y elusión fiscales, los gobernados contribuyen al desprestigio de la ley.

En algunos casos no aceptarían en público que lo hacen. Por ejemplo, nadie confiesa, fuera de su círculo íntimo, que le tomó el pelo a Hacienda, pero ya sea en su fuero interno o en voz en cuello, los gobernados echan mano de un catálogo aprendido de excusas para violar la ley.

Generalmente los que lo hacen aseguran que es su forma de ponerse a mano con una autoridad abusiva.

Donde este victimismo actúa en pleno es en el caso de las organizaciones sociales. Muchas de éstas recurren a acciones ilegales para obligar a las autoridades a darles prebendas. Lo hacen, dicen, en nombre de la justicia social.

Hay algunos que llegan incluso más allá: sostienen que las leyes están hechas para preservar el dominio de los grupos políticos y económicos poderosos sobre el resto de los ciudadanos. Es decir, no sólo desacatan abiertamente la ley sino militan en contra de ella.

Tienen razón quienes afirman que la violación de la ley por parte de los gobernados es sobre todo culpa de la autoridad que no la hace respetar y que no aplica sanciones a los infractores.

Sin embargo, es muy difícil para una nación preservar el Estado de derecho si sus ciudadanos no respetan la ley. El Estado de derecho funciona cuando la mayoría está de acuerdo en sujetarse a las leyes.

Poco a poco, en México hemos ido erosionando el Estado de derecho. Esto ha ocurrido de arriba hacia abajo y viceversa.

No conozco un solo país que alcance altos niveles de desarrollo y buena calidad de vida para la mayoría de sus habitantes donde la ley no se respete.

Dejemos de buscar excusas para incumplirla. Exijamos que los gobernantes la respeten, lo que implica que ellos mismos no la violen y sean eficaces en hacerla valer.

Y hagamos el examen de conciencia que requiere nuestra actitud hacia la ley. Seguramente nos llevará a la conclusión de que viviremos mejor y de manera más segura si nos mantenemos todos dentro de los límites de la legalidad.

Excelsior (Mexico)

 



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