Sucede que el flamante ministro de Hacienda, Joaquim Levy, entiende que suele ser contraproducente dejar subir el gasto público a fin de saldar las "deudas sociales" aun cuando el Estado no disponga de los recursos necesarios. Tiene razón, claro está: luego de disfrutar por un rato de una módica bonanza, los beneficiados por la generosidad gubernamental se ven condenados a años de miseria al devorar la inflación su poder adquisitivo, como en efecto ha ocurrido en la Argentina.

A diferencia de los kirchneristas, chavistas y otros de mentalidad parecida, Dilma sabe muy bien que le convendría tomar medidas que muchos encontrarán antipáticas, pero que así y todo son necesarias, mientras no se vea constreñida a pensar en las próximas elecciones. Conforme a las pautas vigentes en nuestro país y en otros, como Venezuela, las promesas que Dilma formuló durante la campaña electoral no eran exageradamente populistas, pero por motivos acaso comprensibles se abstuvo de informarles a los votantes que, de ganar, pondría en marcha un programa signado por la austeridad con la esperanza de reconciliarse con los mercados. Al fin y al cabo, entiende que no le serviría para mucho gozar de algunos meses de popularidad a inicios de un nuevo período presidencial si, para financiar el buen momento, se asegurara una crisis económica y social mayúscula en la segunda mitad. Asimismo, parecería que a Dilma le importa el bienestar a largo plazo de sus compatriotas, razón por la que no se ha propuesto tratar de aprovechar un eventual desastre provocado por su propia irresponsabilidad atribuyéndolo a la maldad del resto del mundo o chantajeando a los habituados a vivir de "planes sociales" advirtiéndoles que, si votaran por la oposición, perderían todo.

En todas partes, le corresponde al gobierno administrar la escasez. Nunca hay recursos suficientes. Quienes se resisten a entenderlo, afirmándose resueltos a privilegiar las aspiraciones inmediatas de los demás sin preocuparse por los engorrosos detalles concretos, pueden cosechar algunos beneficios políticos pasajeros, pero tarde o temprano la gente se dará cuenta de que ha sido sacrificado en aras de las ambiciones de políticos inescrupulosos. Todos los "modelos" populistas vienen con una fecha de vencimiento. No pueden perpetuarse porque pronto se agotan los recursos que necesitan para continuar funcionando.

Puede que los gobiernos centroizquierdistas de Luiz Inácio "Lula" da Silva primero y de su sucesora, Dilma, hayan cometido algunos errores al dejarse llevar por el optimismo posibilitado por "el viento de cola" procedente de China, pero felizmente para los brasileños no procuraron emular a sus homólogos de nuestro país o de Venezuela. Antes bien, miraron con escepticismo saludable los excesos a menudo delirantes de Cristina Fernández de Kirchner, Hugo Chávez y Nicolás Maduro. A buen seguro, los ejemplos brindados por tales mandatarios han incidido mucho en la decisión de Dilma de nombrar como ministro de Hacienda a un "ortodoxo" tan duro, casi un "neoliberal", como "Manos de tijera" Levy. Si en adelante otros gobiernos latinoamericanos optan por dar la espalda al populismo supuestamente izquierdista que, merced al boom de los commodities, se puso de moda en los años últimos, para emprender estrategias que serán calificadas de "derechistas", sería en buena medida gracias a lo hecho por los kirchneristas y otros de ideas similares que, mal que les pese, han contribuido más a la causa "neoliberal" que todos los productos de las universidades norteamericanas o usinas intelectuales conservadoras.