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23/07/2006 | La querella de México

Carlos Fuentes

En 1915, Martín Luis Guzmán publicó un notable y polémico opúsculo titulado La querella de México. Noventa años más tarde, podemos reconocernos y desconocernos en el espejo desenterrado por el escritor.

 

El problema de México, señala Guzmán, es resolver su existencia normal como pueblo organizado. No lo hemos hecho porque "padecemos penuria de espíritu" y somos gobernados por "espíritus débiles e inmorales" o por simples "materialistas" que ponen por delante la economía sin darse cuenta de que, si no cambia el espíritu, habrá desorden económico. No existe, concluye Guzmán, esperanza que se funde en el desconocimiento de nuestros defectos.

Cabe evocar estas palabras ante el espectáculo de un país confrontado, más que dividido, después de la jornada electoral del 2 de julio. Sustituyo la palabra "espíritu" del autor de La sombra del caudillo por tres "íes" que me parecen más relevantes nueve décadas más tarde: inteligencia, intuición e imaginación. Las opongo a tres malas vocales: ignorancia, idiotez e ilusión. En todo caso, es el primer trío el que vamos a necesitar, y el segundo el que debemos evitar, para superar la confrontación y sustituirla, con suerte, por un ejercicio inteligente, intuitivo e imaginativo que compete a ambos bandos, el de Felipe Calderón y el de Andrés Manuel López Obrador.

Calderón llega prácticamente solo a la alfajía de la presidencia. No fue el candidato preferido de Los Pinos. Carga con desechables operadores e ideologías de extrema derecha -Manuel Espino y El Yunque- que salen sobrando en una presidencia moderna. Ha recibido visitas indeseables como la del inmiscuido José María Aznar. Todos éstos son o pueden ser males pasajeros. En esencia, Calderón aparece hoy como un hombre solitario, lo cual, más que una desventaja, puede ser su gran ventaja a fin de modelar su propia Administración con autonomía después de una elección muy reñida donde la mitad del electorado postula valores que Calderón y el PAN no hacen explícitos pero sin los cuales no podrán gobernar con éxito. La paradoja es que dichos valores han sido la bandera del candidato opositor Andrés Manuel López Obrador y tienen que ver, el lector lo sabe o lo adivina, con políticas sociales que se han quedado rezagadas en el sexenio que concluye. Se trata de valores sociales como el combate contra una pobreza que en grados diversos afecta a la mitad de la población. Se trata de multiplicar fuentes de trabajo que atenúen el éxodo laboral mexicano a Estados Unidos. Se trata de distribuir la riqueza con mayor equidad. Actualmente, el 10% de los mexicanos detenta el 43% de la riqueza y el 40% de la población vive en la pobreza.

López Obrador ha encarnado estas exigencias dotado de una aureola casi mística que, según opinión de un amigo mío que no es partidario de AMLO, el país no había visto desde el apostolado de Francisco I. Madero, en 1910, o quizás desde la campaña de José Vasconcelos en 1930. Calderón, en cambio, es la imagen misma de la clase media mexicana católica, conservadora, profesional y consciente a veces, inconsciente otras, de que posee una base popular tan amplia o más que la de AMLO: la de la mayoría católica de México, una mayoría "guadalupana" que se siente encarnación del "espíritu" evocado por Guzmán, que es practicante básica de rodilla herida y corona de espinas, pero también clase media, practicante o no, pero poseída de la costumbre de un país donde hasta los ateos son católicos.

Sin embargo, vaya la siguiente paradoja, ese mismo pueblo católico es el que ha protagonizado, con el estandarte guadalupano muy en alto, las luchas por la independencia y la revolución y ha cambiado de signo conservador sólo cuando los conservadores han obstaculizado el desarrollo económico, político y social de la mayoría católica, liberal o revolucionaria. Ejemplos: la oposición conservadora a las leyes de Reforma de Benito Juárez, el apoyo conservador a la Intervención Francesa y al imperio de Maximiliano y la lucha contra la Constitución de 1917 en numerosos postulados.

Si esto habla muy alto de la complejidad de nuestra historia, nos obliga, para regresar a La querella de México, a revisar nuestros valores sociales en vez de "pulir más nuestra fábula histórica". Acaso sea ésta la oportunidad mayor del actual proceso electoral, más allá de las querellas ejemplificadas, al cabo, por la frangible diversión de los insultos que oímos: chachalaca, pelele, usurpador, renegado, traidor, mapache, peligro para México, que la literatura, madre de todas las ofensas, recogerá sin duda para reiterar, enriqueciéndolo, el lenguaje popular mexicano, pero que al cabo nada tiene que ver con lo que Héctor Aguilar Camín llama "la concordia activa". No una rendición de principios ni un arriar de banderas, sino una conciencia práctica de que ninguno de los dos contendientes, Calderón o López Obrador, podrían gobernar sin incorporar, uno y otro, ideas, programas y personalidades del bando contrario.

A Felipe Calderón le correspondería hacer suyo buena parte del programa social de López Obrador. Las propuestas de la izquierda no pueden ser olvidadas en lo que sería una presidencia calderonista desamparada en la soledad de un partido heredero de una presidencia paralítica. A Andrés Manuel López Obrador le tocaría darle cuanto antes bases jurídicas y calma política a lo que vendría siendo, a la Roosevelt, un "nuevo trato" para México: las soluciones animadas desde abajo, la movilización del desperdiciado esfuerzo colectivo, el incremento del capital humano y una nueva y vigorosa campaña educativa como las que Vasconcelos y Torres Bodet iniciaron en un país mucho menos poblado y diferenciado que el de hoy.

Nuevo trato desde abajo, sin desdeñar los valores, desde arriba, de la inversión pública y privada ni la acción plural de la sociedad civil. Si Calderón llega a Los Pinos en diciembre, quizás López Obrador siga en la escena política como jefe de un movimiento. Dos cosas me parecen, sin embargo, ciertas. La primera, que aunque AMLO desaparezca, su programa y los reclamos que el programa incorpora, seguirán allí. No son postulados que dependan de un candidato, por carismático que éste sea. Son el articulado de un movimiento social que rebasa y debe continuar rebasando a su líder para incorporarse a la vida pública mexicana. El programa suscitado por AMLO estará desde ahora presente como parte de una esperanza que, esta vez, se fundaría en el conocimiento de nuestras virtudes. Calderón no podrá gobernar sin los valores de López Obrador. Y López Obrador no podrá gobernar sin las reformas del Estado -la reelección de legisladores, la segunda vuelta electoral, el referendo constitucional- que hemos aplazado por demasiado tiempo y que sólo son asequibles mediante la negociación política, el compromiso, la primacía de la inclusión sobre la exclusión y la moderación de los lenguajes.

Hace poco, el historiador norteamericano John Womack advirtió que México paga sus divisiones con cuotas de soberanía. Hoy, ser soberano incluye la obligación de estar en el mundo. No podemos ser avestruces. Debemos pugnar por una globalización -fenómeno tan inevitable como el descubrimiento de América o la Revolución Industrial- con rostro humano. Es decir: la mundialización o internacionalización sujeta a derecho y atenta a la dignidad del trabajador.

El Pais (Es) (España)

 


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