Algunos años más tarde, una variante de dicha teoría contribuyó al colapso del gigantesco banco de inversiones Lehman Brothers, un acontecimiento que tendría repercusiones sísmicas en la economía internacional. ¿Resultará igualmente destructiva la voluntad apenas disimulada de la canciller alemana Angela Merkel, y de su inflexible ministro de Economía, Wolfgang Schäuble, de ver castigada a Grecia si sus habitantes votan a favor del partido de la izquierdista radical Syriza en las elecciones legislativas fijadas para el 25 de este mes? Lo que alarma a los alemanes no es la retórica izquierdista de Syriza sino la convicción aparente de sus líderes de que les sería fácil renegociar la deuda con Bruselas, es decir, defaultear, para entonces aumentar mucho el gasto público, creando una multitud de nuevos empleos estatales, además de ordenar a los empresarios del sector privado otorgar subas salariales importantes, para que todos sus compatriotas vivan mejor. Como saben muy bien los alemanes, de aceptar Bruselas un programa del tipo previsto por Syriza, en otros países de la franja mediterránea de la Unión Europea no tardarían en consolidarse movimientos parecidos que reclamarían concesiones similares que, de efectuarse, significarían la transferencia de una cantidad astronómica de euros desde el norte solvente hacia el sur empobrecido y, a juicio de muchos, corrupto y penosamente ineficaz.

Aunque la Comisión Europea insiste en que "la persistencia de Grecia en la zona del euro es irrevocable", quienes operan en los mercados no están de acuerdo, razón por la que la moneda común se ha debilitado mucho en las semanas últimas. Los escépticos tienen buenos motivos para creer que si un eventual gobierno de Syriza procurara honrar sus promesas electorales, sería imposible que Grecia siguiera formando parte de la unión monetaria a menos que se modifiquen drásticamente las reglas del bloque. Como siempre ha sido evidente, el euro es producto de un proyecto político voluntarista, ya que para mantener una moneda común sería necesario que hubiera una autoridad central dispuesta a tomar en cuenta los intereses de todos los países miembros. La convicción de que, al compartir la misma moneda, las distintas economías convergerían sin que las más avanzadas, comenzando con la alemana, se vieran obligadas a subsidiar a las atrasadas hasta que, andando el tiempo, consiguieran modernizarse, se inspiró en el entusiasmo que tantos sentían por la idea de una Europa unida. Por desgracia, su negativa a prestar atención a las advertencias de economistas que señalaron las dificultades enormes que tendrían que enfrentar ha puesto en peligro no sólo la Eurozona sino también la Unión Europea como tal.

Mal que les pese a los comprometidos con el statu quo, a menos que la unidad financiera se vea acompañada por un grado mayor de unidad política y social, el futuro del ambicioso proyecto europeo seguirá siendo oscuro. Si lo que más quieren Merkel y otros dirigentes es defender el euro, tendrían que reconocer que en países como Grecia, Italia, Portugal y España, la política de austeridad ha tenido consecuencias tan negativas que les convendría aflojarse. En cambio, si su prioridad es mantener vivo el sueño de una especie de superestado europeo, les sería mejor resignarse al fracaso de la moneda común ya que son tan grandes las diferencias, por ahora insuperables, que los 19 países que la usan distan de conformar una zona monetaria óptima. Por supuesto, que éste sea el caso no librará a los griegos y otros de la necesidad de elegir entre llevar a cabo reformas antipáticas y resignarse a un nivel de vida muy inferior a aquel de los países más prósperos de Europa. Ya están pagando un precio sumamente alto por la impaciencia de políticos que creían que compartir una moneda con Alemania sería más que suficiente como para permitirles ponerse a su altura económica, y todo hace prever que tengan que pasar muchos años antes de que la mayoría comience a cosechar los eventuales beneficios, si es que los hay.