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19/01/2015 | El terremoto Petrobras

América Economía Staff

El escándalo de corrupción en la mayor empresa de América Latina, la petrolera estatal brasileña Petrobras, desaparece de las primera planas por unos días para volver a ocuparlas con más fuerza cada vez que se descubre un nuevo implicado o nueva implicación.

 

El caso sigue creciendo, al punto que está torpedeando el programa de reactivación de la recién reinvestida presidenta Dilma Rousseff y -no es exageración- tiene bajo asedio al pacto social que sustenta al país, llegando a amenazar su gobernabilidad.

Desde hace casi un año los tribunales investigan una creciente y complicada telaraña de contratos fraudulentos, sobrefacturaciones, sobornos y lavado de dinero que se empezó a tejer hace años y que parece haber convertido a Petrobras en una financiera informal que recibe dinero de las empresas y lo traspasa a conspicuos miembros de la casta política que maneja el gobierno, el Parlamento y los partidos. 

La investigación ha identificado hasta ahora pagos sospechosos por cerca de US$9.100 millones, entre 2011 y 2014, lo que convierte al terremoto Petrobras en el mayor escándalo en la historia de Brasil.

La bomba estalló cuando un ejecutivo de la petrolera estatal, arrestado en la policía federal, dio nombres de numerosos implicados a cambio de clemencia. La lista incluye a los máximos ejecutivos de seis de los mayores conglomerados de ingeniería y construcción de Brasil -contratistas habituales de Petrobras- y a una treintena de autoridades, altos funcionarios y ex funcionarios de gobierno, en su gran mayoría miembros del gobernante Partido de los Trabajadores (PT). Los delitos, además, se iniciaron en el periodo presidencial de Luiz Inácio Lula da Silva, cuando Dilma Rousseff era ministra de Energía y, por ello, responsable de última instancia de Petrobras. Cuando investigadores federales indicaron en 2009 la posibilidad de que hubiera corrupción en la petrolera estatal, la actual presidenta refutó la acusación desde su cargo ministerial.

Los daños han estado a la altura del escándalo. Las acciones de Petrobras han bajado 65% de septiembre a mediados de enero, lo cual tiene furiosos a los accionistas minoritarios, entre ellos varios fondos internacionales y otros inversionistas institucionales. La ciudad de Providence, en Rhode Island, Estados Unidos, ha presentado una  demanda ante los tribunales de Nueva York, y la Securities and Exchange Commission (SEC) -entidad reguladora del mercado de valores de EE.UU.- está investigando si Petrobras ha violado las leyes norteamericanas.

La larga lista de acusaciones y revelaciones no da señales de ceder, acarreando problemas a todos los implicados. El acceso de las constructoras acusadas a los mercados de capital ha dejado de ser fácil. Una de ellas, OAS, no pudo pagar US$62 millones en deuda local que se venció en los primeros días de enero. Y el escándalo pondrá bajo sospecha la participación de estas empresas en los proyectos públicos de infraestructura por US$325.000 millones que el país debe acometer lo antes posible. Mientras tanto, las denuncias de corrupción ya están complicando proyectos que la petrolera tiene en el Golfo de México y África. 

El acceso de la propia Petrobras a los mercados internacionales de capital enfrenta un signo de interrogación. Con ventas por US$130.000 millones anuales y utilidades cercanas a los US$10.000 millones en 2013, Petrobras podrá enorgullecerse de ser la mayor empresa de América Latina, pero su deuda de US$130.000 millones la convierte también en la petrolera más endeudada del mundo.

La situación ha llegado a amenazar la clasificación de riesgo de investment grade que tiene Brasil desde el gobierno de Lula. Perder esa clasificación automáticamente encarecería el crédito para el gobierno y las empresas. 

Pero el problema más grave no es financiero, sino institucional. La opinión pública y los inversionistas han constatado que hay corrupción galopante en el gobierno, el Poder Legislativo y los partidos políticos, lo cual dificultará la gobernabilidad del país durante años. Para muchos, la solución pasa por demoler las instituciones podridas y luego lanzar una cruzada fundacional para reconstruir el país desde sus cimientos.

Dilma acaba de confirmar en la presidencia de Petrobras a su amiga Maria das Graças Foster. Ha sido un error. Es probable que la ejecutiva no supiera lo que pasaba en la empresa, pero su cargo implica responsabilidad funcionaria y su renuncia o despido habría tenido buena acogida de parte de la opinión pública y los mercados.

Recuperar la confianza es algo que Dilma necesita con urgencia si quiere gobernar. Incluso sin el escándalo Petrobras la mandataria tiene un monumental desafío por delante: retomar la senda del crecimiento económico sin impactar significativamente las políticas sociales que han sacado de la pobreza a 50 millones de brasileños, en los últimos 15 años.

La realidad no acudirá en su ayuda. La inversión en Brasil cayó más de 7% en 2014 y las predicciones anuncian estancamiento para este año. La inflación supera porfiadamente las metas establecidas. El crecimiento promedio en los cuatro años de su primer mandato fue inferior al 2% anual y en 2014 ha estado técnicamente en recesión. Los precios de las materias primas que exporta siguen bajando. El déficit fiscal debe convertirse en superávit si Brasil quiere evitar un segundo motivo para perder su investment grade. Y revertir el déficit suena imposible en un país donde la mitad del gasto fiscal alimenta aumentos automáticos de sueldos indexados, según las tasas de crecimiento económico de los años de vacas gordas y un sistema de pensiones que es, a la vez, legendariamente ineficiente e increíblemente generoso para los jubilados del sector público.

Dilma está obligada a poner en marcha planes de austeridad fiscal y monetaria que casi con certeza harán subir el desempleo y aumentarán los precios del transporte y los servicios públicos. En su campaña presidencial cometió la imprudencia de prometer que la necesaria austeridad sería indolora para los brasileños.

Todo esto sin el terremoto Petrobras. 

A Dilma le ha tocado la responsabilidad histórica de demoler las ruinas de parte importante de la arquitectura institucional de Brasil y luego establecer nuevas bases sólidas antes de iniciar la reconstrucción. La tarea es de todos, pero ella la debe liderar.

No le queda otro camino que actuar con total transparencia y con la verdad, caiga quien caiga.

Los nombramientos y anuncios económicos que la presidenta ha hecho en las últimas semanas han sido acertados, especialmente el reclutamiento del banquero Joaquim Levy como ministro de Hacienda, y del economista Nelson Barbosa como ministro de Planificación, responsable de la inversión pública. Sus flirteos con la apertura económica y la empresa privada podrán no ser sinceros, pero sus acciones son lo que importa, cualesquiera sean los motivos. Le convendría, sin embargo, convencerse de que necesitará el apoyo decidido del sector  privado.

Por el momento, habrá ver hasta dónde llega la onda expansiva del terremoto Petrobras y luego contar las muertes y daños. Serán incontables.

Esto no es necesariamente una mala noticia. Tan grande y profundo es el remezón institucional, económico y político que requiere Brasil para llegar a la altura de su potencial como poder global emergente, que sólo un terremoto de magnitud casi catastrófica, y la consiguiente reconstrucción sobre nuevos cimientos, podrían lograrlo.

El escándalo Petrobras puede terminar siendo una fuerza positiva para el futuro Brasil. Pero este año y el próximo va a seguir dejando destrucción y víctimas en su camino. 

América Economía (Chile)

 


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