Estaban Venezuela, un país revolucionario rebosante de petrodólares; Rusia, la que según algunos estaba en vías de replicar bajo la dirección de Vladimir Putin el imperio de los zares, cuando no el de la Unión Soviética; además de China, dueña de lo que pronto sería la mayor economía del planeta. Sin embargo, últimamente mucho ha cambiado. Venezuela ya no está en condiciones de ayudar a nadie; todo hace prever que se hundirá en medio del caos. Rusia, golpeada por sanciones occidentales y por el derrumbe del precio del crudo, tampoco podrá hacer mucho, ya que está cayendo en una recesión que amenaza con ser muy profunda.

Por fortuna, aún queda China, pero hay señales de que la gran locomotora asiática está por frenarse abruptamente. Si bien se prevé que este año la economía crecerá un 6,8%, lo que sería motivo de festejos en la mayoría de los países pero que, según las pautas chinas, significa que ha llegado a su fin un período prolongado de expansión frenética y se ha iniciado otro de características inciertas en el que el crecimiento dependerá más del consumo interno que de las exportaciones. Por lo demás, como es habitual en países autoritarios, las estadísticas económicas chinas distan de ser confiables porque quienes las confeccionan están más interesados en colaborar con sus jefes políticos que en saber lo que realmente está sucediendo. A juzgar por la evidencia concreta disponible, China podría estar por verse sacudida por una crisis inmobiliaria aún mayor que las que tantos estragos provocaron en Estados Unidos, España y otros países. De tener razón los pesimistas que vaticinan una reedición en China de la crisis financiera que puso al mundo al borde de una nueva depresión equiparable con la de los años treinta del siglo pasado, las repercusiones internacionales serían con toda seguridad muy grandes. También ocasiona alarma la posibilidad de que un día estalle el inmenso sistema bancario "negro" que se ha creado en torno al boom inmobiliario que ha llevado a la construcción de ciudades de dimensiones impactantes que aún permanecen vacías. Parecería que muchas entidades bancarias chinas se asemejan más a aquellas "cuevas" que operan a pocas cuadras de la Casa Rosada, que a las instituciones norteamericanas y europeas que consiguieron sobrevivir a la gran crisis del 2008.

Pues bien: luego de haber apostado a que, en el nuevo orden mundial que creía estaba configurándose, potencias supuestamente decadentes como Estados Unidos, Europa y el Japón se verían reemplazadas por otras, encabezadas por China, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner no tiene más opción que la de esperar que los meses próximos no ocurra nada grave en el país que eligió para ser el "socio estratégico" principal de la Argentina. Para terminar su gestión sin que el modelo sufra una convulsión financiera antes de las elecciones, necesitará contar con la ayuda externa que, debido a los conflictos con Estados Unidos y otros países occidentales, sólo podrían prestarnos los chinos, los que, por su parte, quieren aprovechar una oportunidad acaso irrepetible para incorporar la Argentina al esquema geopolítico que están procurando organizar, de ahí los acuerdos poco transparentes con los que los kirchneristas están intentando seducirlos. Si bien es claramente beneficioso que la Argentina tenga una buena relación con China, un país que, siempre y cuando logre superar los problemas estructurales nada sencillos que ha acumulado en el transcurso de las más de tres décadas de crecimiento vertiginoso que disfrutaría después de abandonar el marxismo y adoptar, con un grado extraordinario de pragmatismo, una variante particular del neoliberalismo, parece destinado a desempeñar un papel clave en el mundo del futuro, convendría que tanto el gobierno kirchnerista como sus sucesores actuaran con la máxima cautela, ya que, como es natural, a los chinos les importan mucho más sus propias prioridades que las de sus socios extranjeros.