16/03/2015 | La hora de África
Sandro Magister
Tiene el más alto número de convertidos a la fe católica. Y tiene también el más alto número de mártires. Como en los albores del cristianismo. Pasado y presente de un continente que tiene cada vez más peso en la Iglesia mundial
Es el continente con el más alto número de convertidos
y de mártires. Pero es también el más descuidado y minusvalorado, por parte de
la vieja cristiandad occidental.
O al menos lo era hasta hace una temporada. Porque desde el momento que la
espada del Islam se ha tornado más feroz y no sólo se cobra víctimas en África,
por encima y por debajo del Sahara, sino que extiende la amenaza a la orilla
norte del Mediterráneo, la atención al catolicismo africano se ha agudizado y
angustiado en todas partes.
No sólo eso. África es la gran sorpresa también en los equilibrios mundiales de
la jerarquía católica. El sínodo del pasado mes de octubre fue la prueba
clamorosa. Partido con marcada impronta eurocéntrica, en primer lugar alemana,
se encontró el camino obstruido por la inesperada resistencia de los obispos
africanos a cualquier cambio de la doctrina y de la praxis en materia de
matrimonio indisoluble y de homosexualidad.
Y todavía más feroz se prevé esta resistencia en la próxima sesión del sínodo,
a juzgar por lo que ha sido anticipado por uno de los cardenales más conocidos,
el guineano Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, en
el libro-entrevista "Dieu ou rien" [Dios o nada], a cargo de Nicolas
Diat y publicado en Francia por Ediciones Fayard:
"La idea de poner al magisterio en una caja bonita, separándolo de la
práctica pastoral – la cual puede evolucionar según las circunstancias, modas y
pasiones – es una forma de herejía, de patología esquizofrénica. Yo afirmo
solemnemente que la Iglesia de África se opondrá a toda forma de rebelión
contra el magisterio de Cristo y de la Iglesia".
Y también:
"¿Cómo aceptar que los pastores católicos sometan a votación la doctrina,
la ley de Dios y la enseñanza de la Iglesia sobre la homosexualidad y sobre los
divorciados que se han vuelto a casar, como si la Palabra de Dios y el
magisterio debieran ser ratificados y aprobados con el voto de una mayoría? […]
Nadie, ni siquiera el Papa, puede destruir o cambiar la enseñanza de Cristo.
Nadie, ni siquiera el Papa, puede oponer la pastoral a la doctrina. Ello
significaría rebelarse contra Jesucristo y su enseñanza".
El catolicismo africano es considerado joven – y en consecuencia inexperto,
inmaduro – porque creció sólo en el último siglo, de un millón que eran los
católicos al comienzo del siglo XX a casi doscientos millones de hoy.
Pero basta la sangre de los mártires para desmentir esta presunta inmadurez
suya, no menos los veintiún cristianos coptos decapitados "in odium
fidei" por musulmanes en las orillas libias del Mediterráneo:
>
San Milad Saber y sus veinte compañeros
Pero también está el hecho que las raíces cristianas de África son antiguas,
antiquísimas. La orilla africana del Mediterráneo y el valle del Nilo hasta
Etiopía estuvieron entre las primeras líneas de expansión del cristianismo.
Fueron africanos los primeros mártires de los que se han narrado las historias.
Fueron africanos – como Agustín – algunos entre los más grandes Padres y
Doctores de la Iglesia de los primeros siglos.
El artículo que sigue a continuación – publicado en "Il Foglio" del 7
de marzo – ayuda a entender el catolicismo africano de hoy encuadrándolo en su
trasfondo histórico real.
__________
UNA IGLESIA JOVEN Y ANTIQUÍSIMA
por Matteo Matzuzzi
Haría mucho bien “a los cristianos de Europa tomar conciencia que una parte
notable de sus raíces cristianas latinas se encuentra en el sur del
Mediterráneo”, advertía casi proféticamente al comienzo del tercer milenio
Henri Teissier, el entonces obispo de Argelia. También porque, escribía el
historiador francés Claude Lepelley, fallecido hace un mes, “el cristianismo
occidental no nació en Europa, sino en el sur del Mediterráneo”.
Parece extraño a quien piensa que todo ha tenido origen con san Benito y su
Regla; y que antes de Montecassino y Cluny sólo hubo cristianos dados en pasto
a los leones en las arenas por los romanos paganos, después de haber sido
sorprendidos rezando al Dios hecho hombre.
Ahora bien, esto es historia. Después de todo, las más antiguas obras de
teología cristiana compuestas en latín provienen de Cartago, no de Italia.
En efecto, en la época de Tertuliano, los cristianos de la costa septentrional
de África escribían en griego y no en latín. Habría sido precisamente él quien
abandonó la "koiné" de Aristóteles para pasar a la lengua de
Virgilio, para llegar a un público más amplio como se hace hoy con los libros
de bolsillo a precios de descuento insertados en el mercado en forma continua.
Una obra monumental y compleja, tanto que el mismo Tertuliano se bloqueó ya en
el “Génesis”, inseguro como estaba sobre la traducción de la palabra
"logos": no le convencía que "sermo" fuese un término
suficientemente exhaustivo. Y desde África atravesaron el mar también las más
antiguas versiones latinas de la Biblia, mucho antes que san Jerónimo la
tradujera en la forma transmitida a través de los siglos y que ha llegado casi
sin modificaciones hasta el Vaticano II.
El benedictino Pierre-Maurice Bogaert, con una cátedra en Lovaina sobre
estudios bíblicos, estaba convencido: “Cuando se comenzó a sentir la necesidad,
seguramente desde la mitad del siglo II en la África romana, la Biblia fue
traducida del griego al latín. Hasta que haya una prueba en contrario, estoy a
favor del origen africano de las traducciones, más que del origen romano o
italiano”.
Y luego san Agustín, el obispo de Hipona gracias al cual, decía también el
obispo Teissier, “el Occidente latino conquistó su independencia teológica y
con ello también su propia personalidad cristiana”. Algunos, agregaba, “podrían
desaprobar esta evolución, para preferir la lectura del cristianismo propuesta
por los Padres griegos. Pero todos deben reconocer que el Occidente latino debe
sobre todo a san Agustín su propia lectura del mensaje bíblico”.
Y también el monacato, a fin de cuentas, encuentra en África su primera
sedimentación. Habría sido siempre san Agustín quien organizara los primeros
lugares de vida monástica, en Tagaste, después de haber descubierto en la
biografía de san Antonio abad, puesta a punto por san Atanasio, el estilo de
vida de distintos anacoretas convertidos a la vida ascética.
Meta ideal es el desierto egipcio, “la región poblada por los que por primera
vez habían puesto en acción la renuncia definitiva a la vida mundana”, ha
escrito la arqueóloga Francesca Severini: “Aquí, más que en cualquier otra
parte, el peregrino podía entrar en contacto con esa fe auténtica que había
llamado a Pablo de Tebas, a Antonio el Grande, a Pacomio y a muchos otros a
retirarse en soledad al desierto, auténticos y propios modelos de vida ascética
orientada a la superación de la dimensión terrena a través del estudio de las
Sagradas Escrituras, la oración, el ayuno y la penitencia”.
De esos asentamientos todavía sobreviven muchos, incluido el monasterio de
santa Catalina, construido en el siglo VI por Justiniano en el Sinaí
meridional, al que también quiso hacer arrasar un general egipcio jubilado,
porque “amenaza la seguridad nacional” a causa de la presencia de “veinticinco
monjes ortodoxos” entre sus muros.
Ese modo de vida, que inicialmente era la única esperanza de salvarse de las persecuciones
anticristianas, se convierte después en un modelo. “En el transcurso del siglo
IV, personalidades notables del Oriente cristiano van a Occidente difundiendo
con las palabras y los escritos los modelos del monacato egipcio y alentando la
imitación”, agrega Severini. “No hay que sorprenderse entonces si los modelos
elaborados sobre el riguroso ascetismo oriental son acogidos y asimilados a tal
punto que modifican y forjan las aspiraciones monásticas en Occidente”.
Un cristianismo vivaz y fecundo es el de los orígenes. En la época del Concilio
de Cartago, hacia el año 200, se cuentan setenta obispos en el África romana,
mientras que sólo tres en Italia. En el segundo Concilio de Cartago, los
obispos africanos son noventa, mientras que en Roma, en el sínodo convocado por
el papa Cornelio, había presentes solamente sesenta. Antes, ya en el año 189,
la relevancia del cristianismo africano fue claramente establecida por la
elección como pontífice de Víctor, probablemente un beréber.
Qué rasgos asumió luego la serpiente que habría destruido esta especie de Edén,
de cristianismo vivaz y fecundo, es fácilmente explicable, dicen los
historiadores más afirmados: las disputas dogmáticas, batallas de las
connotaciones muy poco cristianas sobre las que la impetuosa novedad musulmana
habría tenido luego un juego fácil para imponerse. A fines del siglo VII los
omeyas llevaron a cabo la gran conquista de todo el norte de África: el Islam
triunfante sobre el cristianismo de las Iglesias nord-africanas divididas por sospechas,
luchas intestinas y acusaciones recíprocas de herejía. Lo siguiente es después
una historia de lucha continua por la supervivencia, de parias, de dhimmis [no
musulmanes] tolerados en la gran comunidad creyente revelada por el profeta
Mahoma.
Una situación prácticamente cristalizada: “Nuestras Iglesias son modestas y
frágiles; la partida de algunas comunidades religiosas presentes durante mucho
tiempo en el Magreb y la movilidad cada vez más rápida de los miembros de las
parroquias nos obligan a contar cada vez más con la solidaridad de las otras
Iglesias, sobre todo en términos de sacerdotes 'fidei donum' o de
congregaciones en particular africanas”, escribieron en el 2012 los obispos de
la Conferencia Episcopal de la región del norte de África. El hecho es,
comentaba Teissier, que "nosotros no hacemos número. Hacemos signo. Signo
del amor universal de Dios para todos los hombres”.
Y como signo y presencia vital es necesario permanecer allí. Lo sabe bien el
obispo de Trípoli, Giovanni Martinelli, llegado allí al día siguiente de la
revolución que llevó al poder a Muammar Ghaddafi y que no quiere justamente
saber nada de escapar del infierno de la capital libia, aunque ahora es el
único italiano que ha quedado allí: “Me quedo, debo quedarme. Es necesario ser
valiente. En este momento no tengo miedo, pero sé que ese momento llegará”.
Quizás el obispo que permanece en la capital libia con trescientos trabajadores
filipinos recuerda lo que sucedió en 1908 al sacerdote franciscano Giustino
Pacini, superior de la misión de Derna. Asesinado a puñaladas, desde mucho
tiempo antes estaba en conflicto con la comunidad musulmana local, porque
reivindicaba el derecho de defender la propia actividad misionera. Si era
necesario, yendo incluso a presentarse al sultán de Estambul.
El cardenal nigeriano Anthony Okogie, de 70 años de edad, obispo emérito de
Lagos, había pronunciado palabras similares a las del obispo Martinelli poco
después de los primeros ataques de Boko Haram: “No huiremos. Defenderemos
nuestras iglesias y nuestras casas. Si se debe sacrificar la vida, lo haremos”.
Un estribillo triste, que de un extremo al otro del continente se repite desde
hace décadas. Argelia, con su larga guerra civil, representa el ejemplo más
claro: en ese conflicto perdió el diez por ciento de los religiosos que habían
permanecido allí. En 1996, el arzobispo de Orán, Pierre-Lucien Claverie, fue
muerto por una ráfaga de ametralladora pocos meses después de la masacre de los
siete monjes trapenses de Tibhirine, quienes fueron secuestrados y terminaron
bajo el hacha del verdugo. Sus cabezas fueron colgadas en un árbol, de los
cuerpos no se supo nunca más nada.
“Es necesario vivirlo como algo muy bello, muy grande. Es necesario ser dignos.
Y la Misa que celebraremos por ellos no será con el color negro. Será con el
color rojo”, dijo el hermano Jean-Pierre, uno de los dos sobrevivientes de esa
masacre, cuando un cófrade llegó lleno de lágrimas para contarle que sus
compañeros estaban todos muertos. “Los hemos visto inmediatamente como
mártires. El martirio era la culminación de todo lo que habíamos preparado
desde mucho tiempo atrás en nuestras vidas. Estábamos preparados todos”, dijo
algunos años atrás en una entrevista dada a Jean-Marie Guénois para "Le
Figaro".
Es la cruz del continente, que se arrastra desde los primeros siglos luego de
la venida de Cristo. No es casual, recuerdan los obispos del lugar, que los más
antiguos textos sobre los mártires cristianos, las "Acta Martyrum
Scillitanorum", son africanos. Se trata de la transcripción en latín de
las actas del proceso y de la condena de los miembros pertenecientes a una
comunidad cristiana de una ciudad de la que no se sabe más nada de lo
acontecido en el año 180. Se trata de los más antiguos documentos de este
género en la historia de la literatura cristiana.
Fue precisamente el obispo Claviere, casi presintiendo el final trágico de su
existencia cristiana, quien explica el sentido de la llama cristiana en tierras
hostiles: “La Iglesia cumple con su vocación y con su misión cuando está
presente en las divisiones que crucifican a la humanidad en su carne y en su
unidad. Jesús ha muerto dividido entre el cielo y la tierra, con los brazos
extendidos para reunir a los hijos de Dios dispersos por el pecado que los
separa, los aísla y los pone a uno en contra de los otros y contra Dios mismo”.
Iglesia minoritaria y perseguida, pero viva. Ni siquiera un año atrás el
Anuario pontificio certificaba el crecimiento exponencial de la presencia
católica en el continente de la esperanza. Doscientos millones de fieles, ritmo
inversamente proporcional a la lenta e incontenible declinación de la Europa
cristiana, pero superior también al eterno desafío asiático, misión del papa
Francisco y antiguo nervio descubierto por la Santa Sede.
Una Iglesia joven la africana, como dijo el 2 de marzo el arzobispo de Rabat y
presidente de las conferencias episcopales nord-africanas, en visita "ad
limina" en Roma: “Sí, en su mayoría somos extranjeros, con frecuencia
estamos de paso, pero nuestras iglesias son muy jóvenes. En Marruecos la
población cuenta treinta mil personas, pero la edad promedio de los fieles es
de treinta y cinco años”.
Ya a mitad de la década pasada, la vivacidad de la Iglesia africana había
embestido como un ciclón al Vaticano. Hace diez años se hacía notar cómo en
veintiséis años allí los fieles se triplicaron, los sacerdotes aumentaron el
85%, los seminaristas se cuadruplicaron, los obispos aumentaron el 45%. Tanto
que se habló de exportar clero hacia una Europa cada vez más secularizada y con
las vocaciones en agonía, como si se tratara de una obra de reevangelización
del continente.
Un gran cardenal como el ex decano emérito del Colegio Cardenalicio, Bernardin
Gantin, primer africano llamado a cubrir cargos en la cima de la curia (será
Pablo VI quien le confíe la secretaría de evangelización de los pueblos, antes
de promoverlo a la presidencia del Pontificio Consejo Justicia y Paz y de
"Cor Unum". Juan Pablo II lo nombró posteriormente prefecto de la
Congregación para los Obispos), habló no por casualidad de “sacerdotes y
religiosos ‘fidei donum’ en contrario. Es la bondad de la Iglesia en África, la
misión es un deber universal”, dijo en una entrevista concedida al mensuario
"30 Días" dos años antes de su muerte, acontecida en el 2008. Él fue
quien dijo – como reveló hace algún tiempo el cardenal nigeriano Francis Arinze
– en el 2002, cuando decidió dejar la Urbe para regresar a su país natal,
Benin, que volvía “como misionero romano”.
Gantin, profeta que había vivido en primera persona los dramas del colonialismo
y de la descolonización esmerada, sugería que los jóvenes y determinados
sacerdotes salidos de los seminarios africanos no se alejaran demasiado de la
madre patria: “Luego, si su obispo lo permitiera, podrían volver de nuevo a
Occidente. Lo que es necesario evitar es que los sacerdotes africanos, sin el
consenso de los propios obispos, deambulen por las diócesis del mundo
occidental más a la búsqueda de un propio bienestar material que por un
auténtico celo pastoral”. Además, aconsejaba las congregaciones religiosas
“europeas agonizantes o amenazadas de extinción” a “no ir a rejuvenecerse a
buen precio entre las jóvenes Iglesias de Asia o África”.
Ciertamente, existe el problema de las liturgias, con frecuencia abrumadas por
el espíritu festivo y alegre de tantas realidades sub-saharianas. Pero los
primeros en poner límites son justamente ellos, los obispos africanos, que a
diferencia de tantos sacerdotes de las parroquias de Occidente – acostumbrados
a gestionar las liturgias como haría un animador turístico en una villa
veraniega – nos mantienen en el culto del misterio. Decía Gantin: “Jamás es
necesario separarse del magisterio de la Iglesia universal. Y nuestras Misas no
deben ser demasiado particulares. No deben ser comprendidas sólo por nosotros
los africanos. Cualquier católico que participa en una de nuestras funciones
religiosas debe poder reconocerla, debe poder encontrarse en su casa. El
catolicismo no es protestantismo”.
Junto a la Iglesia joven y dinámica, en África está también esa Iglesia
antiquísima que hunde sus raíces en la etapa inmediatamente posterior a Cristo.
Son millones los egipcios coptos que desde hace siglos viven como minoría más o
menos tolerada en el país árabe más poblado del mundo, custodios de la Iglesia
fundada por el evangelista san Marcos, quien puso en Alejandría las bases de su
predicación, antes de ser martirizado con una cuerda apretada alrededor de su
cuello.
Centenares de kilómetros más al sur, en la Etiopía que había escapado de la
invasión islámica, se anidan todavía viejos monasterios esparcidos aquí y allá
entre las montañas. “Mi Iglesia es la más antigua del mundo y su fundación se
remonta directamente a la época de Jesús, en torno al año 35, inmediatamente
después de su muerte y resurrección”, contaba a la revista "Jesus"
Abune Paulos, patriarca de la Iglesia Ortodoxa Etíope, fallecido hace tres
años. Iglesia antigua pero viva: “Tenemos cincuenta mil y más iglesias en todo
el país. Nuestros jóvenes vienen regularmente a Misa, con presencias parecidas
al setenta por ciento. En su totalidad, considerada la tenacidad con la que los
grupos adultos y ancianos vienen al culto, rozamos el ochenta por ciento del
pueblo en Misa cada domingo”.
Al igual que en Egipto, también en Etiopía es fundamental la presencia de los
monasterios, ermitas que han resistido las vicisitudes de la historia: “Cada
vez más jóvenes piden ser monjes. Tenemos mil doscientos monasterios en todo el
país y cerca de quinientos mil religiosos. Tenemos cuarenta y cinco millones de
fieles, si se calculan los numerosos cristianos etíopes que viven en el
exterior”.
El mes pasado, el papa Francisco quiso reconocer el valor de la Iglesia
Católica local, la cual, a pesar de ser pequeña y minoritaria, representa uno
de esos “signos” de los que había hablado el obispo Teissier. El arcieparca de
Addis Abeba, Berhaneyesus Demerew Souraphiel, fue creado cardenal. El segundo
en la historia de Etiopía, luego de Paulos Tzadua. Y ha sido precisamente el
nuevo purpurado quien explicó en Radio Vaticana la fe profunda de su país: “La
gente toma su fe en serio: la fe es un don de Dios. Y lo viven así. Afrontan
las cosas viendo que si Dios quiere, las cosas pueden cambiar. No pierden la
esperanza. Por eso aman la vida, desde la concepción hasta la muerte. Esto es
importante”.
África continente de la esperanza, depósito de la fe para el porvenir que
progresivamente verá a Europa marchita y a sus iglesias cada vez más vacías.
“Mientras se tiende a describir a África en modo restrictivo y con frecuencia
humillante, como el continente de los conflictos y de los problemas infinitos e
insolubles”, por el contrario “África es para la Iglesia el continente de la
esperanza, el continente del futuro”, dijo Benedicto XVI en el discurso a los
miembros de la Fundación Juan Pablo II para el Sahel, recibidos en audiencia en
febrero del 2012.
No es por casualidad que los obispos africanos se sienten el baluarte
contra todo
lo que pueda degradar o empañar el mensaje cristiano tal como fue transmitido a
lo largo de los siglos. Se lo ha visto bien en el reciente sínodo
extraordinario sobre la familia, en el que ellos estuvieron a la cabeza del
despliegue opuesto al "Zeitgeist", al espíritu del tiempo que está
tan a la moda miles de kilómetros más al norte, donde las iglesias tienen las
cajas llenas y los pasillos vacíos.
“África propone a Occidente sus valores sobre la familia, el acogimiento, el
respeto de la vida. Los últimos Papas han tenido gran confianza en la Iglesia
de África, lo cual es una invitación a aportar nuestra parte”, ha escrito
recientemente el cardenal guineano Robert Sarah, prefecto de la Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en el libro “Dieu ou
Rien”, editado en Francia por Fayard. “Afirmo solemnemente – prosigue el
purpurado – que la Iglesia de África se opondrá firmemente a toda rebelión
contra la enseñanza de Jesús y del magisterio”.
Una Iglesia plagada por las persecuciones, pero de ninguna manera de rodillas,
como ha recordado sólo hace algunas semanas en el Duomo de Milán el cardenal
John Onaiyekan, arzobispo de Abuja, en Nigeria. Él, que cada día cuenta los
muertos por mano de Boko Haram, ha dado un mensaje de confianza a ese Occidente
que pasa los días removiendo pesebres y silenciando campanas porque perturban
la conciencia y violan el sagrado laicismo racional: “Estuve en la basílica de
san Ambrosio, en la tumba del gran obispo que bautizó al africano Agustín:
signo de una herencia que se remonta hasta los primeros que siguieron a Jesús. No
es posible que una Iglesia no viva con este fundamento”.
__________
El diario del que ha sido retomado el artículo de Matteo Matzuzzi:
> Il Foglio
__________
Traducción en español de José
Arturo Quarracino, Buenos Aires, Argentina.
Chiesa (Italia)
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