En su opinión, "el mundo" –el desarrollado, se entiende– estaba perdiendo terreno irremediablemente frente a los países emergentes, liderados por China, lo que obligaba a la Argentina a acercarse a las potencias hegemónicas de mañana. Hace apenas un año la política exterior así supuesta pudo justificarse en términos económicos, ya que China y Rusia manejaban cantidades enormes de dinero y, por motivos que podrían calificarse de estratégicos, estaban dispuestas a arriesgarse en países, como el nuestro, que desde el punto de vista de los norteamericanos y europeos distaban de ser confiables. Pero en los últimos meses mucho ha cambiado.

Rusia, debilitada por las sanciones occidentales que siguieron a la anexión de Crimea y la guerra no declarada que está librando en la parte oriental de Ucrania, y más aún por el desplome imprevisto del precio del petróleo, no está en condiciones de ayudar financieramente a nadie, mientras que la economía china se ha ralentizado, lo que, para angustia de muchos países emergentes, ha puesto fin al "superciclo" de los commodities.

Aunque es de suponer que el gobierno chino continuará procurando aprovechar la voluntad de los kirchneristas y otros latinoamericanos y africanos de actitudes afines de buscar alternativas a Estados Unidos y Europa, parece haber llegado a la conclusión de que la mala reputación de sus nuevos "socios estratégicos" se debe a mucho más que los prejuicios anticuados de los poco imaginativos financistas occidentales.

Puede que algunos integrantes del nominalmente comunista régimen chino simpaticen con las ideologías heterodoxas reivindicadas por Cristina, los chavistas venezolanos y otros convencidos de que las viejas reglas se han desactualizado pero, cuando de cobrar deudas se trata, son por instinto tan severos como cualquier tecnócrata del FMI. Es natural, pues, que a los chinos les preocupe mucho lo que está sucediendo en Venezuela y algunos países africanos que se creían beneficiados por la magnanimidad interesada de Pekín y que, si bien no vacilaron en aceptar el dinero a primera vista fácil que les ofrecieron los jerarcas chinos, han resultado incapaces de honrar las abultadas deudas que tan alegremente acumularon.

Según el "Financial Times" de Londres, Venezuela debe a China la friolera de 56.300 millones de dólares. Para no tener que consultar el parlamento local, los chavistas se las arreglaron para que no los pagara en dólares sino en petróleo, pero el reciente colapso del precio del crudo significa que, en efecto, China es dueña de buena parte de la única fuente de divisas que aún conserva Venezuela.

 Lo más probable, pues, es que China pronto sea víctima del default chavista que muchos prevén. ¿Reaccionarán los comunistas chinos frente a una negativa a pagar la deuda de manera menos dura que los capitalistas occidentales, subordinando lo económico a lo geopolítico como esperan los entusiasmados por las perspectivas abiertas por el surgimiento de una nueva superpotencia comercial de principios presuntamente muy diferentes de los tradicionales en Estados Unidos y Europa? La verdad es que no hay demasiados motivos para creer que opten por subsidiar a países habituados a burlarse de las reglas. Tampoco para suponer que, merced a China, en adelante resulte mucho más fácil conseguir créditos baratos sin tener que dar el tipo de garantías rutinariamente exigidas por los países e instituciones internacionales que durante más de un siglo han dominado los mercados financieros.

Mal que les pese a quienes quisieran creer que los chinos, a diferencia de los banqueros norteamericanos, europeos y japoneses, están más interesados en el bienestar de los trabajadores de los países en que han invertido que en hacer negocios, siempre antepondrán sus propias prioridades a aquellas de sus socios, por estratégicos que éstos sean. Tienen razón los que, como Cristina, insisten en que la irrupción de China ha ampliado el abanico de oportunidades frente al país pero, así y todo, las reglas seguirán siendo las mismas.