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09/05/2015 | México: paradojas de la decadencia democrática

Alberto J. Olvera

Las grandes fracturas de legitimidad abren las puertas a una solución populista o a una solución autoritaria.

 

A un mes de las elecciones de 300 diputados federales, 9 gobernadores, y cientos de diputados locales y alcaldes en 17 estados, México experimenta de lleno las contradicciones que marcan su problemático presente: de un lado, la continuidad de la descomposición del Estado, ejemplificada estos días en la incapacidad para detener el despliegue formidable de poder del crimen organizado en el estado de Jalisco; y en la indisposición para reconocer y castigar el más reciente escándalo de ejecución extrajudicial de personas por parte de fuerzas policíacas federales, acaecido en Apatzingán (Michoacán). Por otro lado, se han aprobado dos leyes importantes para el futuro de la democracia mexicana: la creación del Sistema Nacional Anticorrupción y la Ley Nacional de Transparencia. ¿Cómo entender estas señales encontradas?

Las nuevas leyes representan avances normativos sustantivos y son el resultado de una larga negociación entre el Gobierno, los partidos políticos y actores de la sociedad civil, quienes han buscado crear mecanismos institucionales de control de la corrupción y la opacidad rampantes en el Estado mexicano. El Sistema Nacional Anticorrupción empodera a la Auditoría Superior de la Federación, órgano de la Cámara de Diputados encargado de analizar las cuentas públicas (por primera vez vigilará el ejercicio en tiempo real del gasto público, incluido el de los Estados y municipios); se crea la Fiscalía Nacional Anticorrupción, con jurisdicción igualmente nacional, y además se fortalecen las capacidades sancionatorias de la Secretaría de la Función Pública.

Sin embargo, estos avances son contrarrestados por el hecho de que el fuero de los políticos electos sigue vigente. Un largo proceso legislativo será necesario antes de poder procesar a cualquier político electo. La fiscalía anticorrupción no tiene garantizada una autonomía política plena. La Auditoría Superior seguirá dependiendo de la Cámara de Diputados, la que, en caso de que un partido tenga mayoría absoluta, podría limitar su presupuesto y libertad de acción. Para colmo, tomará tres años terminar el conjunto de reformas legales secundarias necesarias y construir las instituciones que deben aplicar la nueva ley.

La recién promulgada Ley Nacional de Transparencia obliga a abrir toda la información de los gobiernos federal y estatales, las cámaras de senadores y diputados, el poder judicial, los partidos políticos y toda entidad que reciba recursos públicos. El Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales será la última instancia en la materia, por lo que conocerá de casos de estados y municipios cuando la información se niegue a los ciudadanos. Pero la ley no va a suprimir la práctica consuetudinaria de los funcionarios de ocultar la información políticamente sensible usando los resquicios legales que permanecen. La ley es apenas el principio de un largo proceso legislativo e institucional que tomará un par de años en tener efectos reales.

Entretanto, México vive, todos los días, los efectos de la debilidad del Estado. El crimen organizado sigue creando severos problemas de seguridad en buena parte del país e interviniendo en la política. Esta situación deriva de una serie de fallas del Estado. Después de años de esfuerzos institucionales y del gasto de cientos de millones de dólares, las policías del país siguen sin credibilidad, pues menos de la mitad de sus efectivos han pasado las pruebas de confianza, habiendo cientos de municipios cuyas policías están casi en su totalidad reprobadas. El desperdicio de recursos y la falta de seriedad de los gobiernos estatales y municipales en esta materia es verdaderamente criminal.

Por otro lado, se percibe un retraso deliberado por parte de los gobernadores en la implementación de la reforma penal, que debería conducir al fortalecimiento de las procuradurías de justicia de los estados. Por si faltara algo, el gobierno federal no resuelve los grandes escándalos de violación a los derechos humanos (Tlataya, Iguala-Ayotzinapa, por ejemplo). La clase política torpedea de una manera o de otra los cambios institucionales imprescindibles para fortalecer el Estado de Derecho.

Todo esto sucede en pleno periodo electoral. La pérdida de prestigio del Instituto Nacional Electoral, la institución clave de la transición democrática, es grave: menos de la mitad de los ciudadanos confía en el INE, y la intrascendencia de las campañas ha conducido a que el proceso electoral de 2015 sea de escasísimo interés, lo cual anticipa una gigantesca abstención y posiblemente la anulación del voto como estrategias de protesta de amplios sectores de las clases medias y populares. Todo ello, paradójicamente, beneficiará al PRI, que usa los recursos del gobierno para mantener una amplia clientela.

Las grandes fracturas de legitimidad del régimen abren las puertas, a mediano plazo, o bien a una solución populista, ya disponible en la figura de Andrés Manuel López Obrador, o a una solución autoritaria a través del propio gobierno, que ofrecerá resolver desde arriba los problemas nacionales con medidas drásticas. A menos que la sociedad civil se movilice de manera decisiva, se profundizará la decadencia conservadora y se abrirán las puertas a la restauración autoritaria.

Alberto J. Olvera es profesor-Investigador del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana

El Pais (Es) (España)

 



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