Nestor Kichner nació un 25 de febrero, la misma fecha que el libertador José de San Martín. La tentación cabalística siempre fue grande en el kirchnerismo: San Martín, héroe máximo de los argentinos, junto con otra figura histórica, Juan Manuel de Rosas, y el general Perón integran una 'trinidad' a la que tributaba hasta no hacía mucho un nacionalismo revisionista -todavía lo hace alguna patrulla perdida-. Si lo desalentó el miedo al ridículo, el resultado no podía haber sido peor: el kirchnerismo se apropió de otra efeméride indiscutible, el 25 de mayo, fecha de la Revolución de 1810, pero también de la toma de posesión de Kirchner en el ya lejano año 2003. Este lunes, Día de la Patria en la Argentina, el kirchnerismo se canta y se celebra y da lo mismo qué ha sido primero, si el huevo o la gallina.

Alguna vez en privado Kirchner le recriminó a un periodista el haber definido en un artículo a su Gobierno como "reformista". Al entonces presidente argentino aquella le parecía una categoría menor. Sucede que el kirchnerismo se interpreta como iniciador de un proceso fundacional en la Argentina, una especie de año cero del calendario republicano francés en el que el pasado sólo existe cuando resulta políticamente útil. En la secuencia de una determinada narrativa histórica, de una hagiografía nacional, la muerte temprana de Kirchner representa la entrega absoluta, el martirio.

Dentro de algo más de seis meses, la presidenta Cristina Kirchner debería empezar a formar parte de ese pasado. La Constitución argentina le impide aspirar a una nueva reelección consecutiva -completará dos mandatos, iniciados en diciembre de 2007- y un regreso en 2019 es una posibilidad remotísima para los tiempos de la política argentina. Su tránsito a la Historia es así una de sus dos principales preocupaciones. La otra son los tribunales.

Será por la vastedad de la llanura pampeana o la magnificencia de los Andes, pero el ciclo iniciado por los Kirchner termina con rasgos de monumentalidad.

Como en el Bicentenario, tendremos movilizaciones y multitudinarias marchas callejeras, inauguraciones, profusión de placas conmemorativas. El año que transcurre es propicio para la distracción: casi no ha habido gestión. El Gobierno argentino apenas si se ha enfocado en el zurcido torpe de una economía que a comienzos de ciclo creció a tasas chinas y hoy ha perdido todo su dinamismo; también en avanzar sobre estamentos autónomos de la función pública con indisimulables ánimos de continuidad y en el incesante esfuerzo por obtener el control del Poder Judicial, último obstáculo para su hegemonía.

En el final, Cristina Kirchner goza de índices de popularidad con los que no habría soñado la noche de la oscura muerte del fiscal Alberto Nisman. Aunque su imagen recoge iguales niveles de rechazo, conserva una centralidad en el escenario político argentino que ni siquiera el surgimiento de los candidatos presidenciales ha hecho por el momento peligrar.

Ante el desconcierto de sus partidarios, trabaja, a la manera de Kirchner, en la conformación de las listas de candidatos del oficialismo en todos los distritos del país para condicionar al próximo Gobierno y ya eligió a quien enfrentará por su sucesión al mal querido gobernador bonaerense Daniel Scioli en las internas del peronismo. Por si todo esto no alcanzara, evalúa postularse a una banca del Parlasur, el parlamento regional, para eventualmente eludir la investigación de la justicia sobre su inexplicable enriquecimiento patrimonial.

Para que se entienda aquí: a su manera, ella también busca dejar todo atado y bien atado.

W. Curia es periodista argentino, autor de 'El último peronista. La cara oculta de Kirchner'