Han pasado 26 años. El hombre del tanque y las decenas de miles de jóvenes que salieron a las calles de Pekín (y de unas cuantas ciudades más) para confluir durante varias semanas de protestas, manifestaciones y ocupación de la plaza Tiananmen, con un amplio apoyo popular y de una parte significativa del Partido, hoy ya tienen una edad respetable. Han pasado 26 años y la desmemoria y el disimulo siguen marcando el paso de la fecha innombrable en que se resolvieron a sangre y fuego estas semanas de desafío al reformismo lento y dubitativo que hasta aquel momento se había emprendido. Nada parece indicar que las cosas vayan a cambiar a corto ni a medio plazo. Cuando se acerca la fecha, arrecian las detenciones preventivas de decenas de sospechosos habituales. Las madres de la Plaza siguen sin respuesta. Y en las redes sociales chinas ya ni siquiera es posible esconder la fecha tabú del 4 de junio bajo el subterfugio de renombrarla como 35 de mayo.

La decidida lucha contra la corrupción sistémica, enquistada en los distintos escalafones del Partido y de su proyección gubernamental, ha ortorgado a Xi Jinping una popularidad entre amplias capas de la población de la que no gozaban sus predecesores. También le ha granjeado no pocas simpatías populares su programa de reformas económicas, orientado entre otras cosas a aumentar el retorno social de una parte de los beneficios enormes que atesoran las grandes corporaciones estatales, y a establecer las bases mínimas de una parte de las coberturas sociales -sanidad, jubilación...- que se desmantelaron en décadas anteriores, medidas todas ellas que buscan entre otras cosas hacer posible que crezca el consumo interno.

El liderazgo de Xi Jinping no solamente es un liderazgo popular, sino también fuerte. Consolidado en un proceso de transición discretamente turbulento, con batallas de máximo nivel en la cúpula del Partido Comunista. No sabemos aún si de forma transitoria o ya como modelo asentado, Xi Jinping ha decidido concentrar poder, sacar al Partido de la sombra y apostar por la debilitación a niveles mínimos de los incipientes latidos de cualquier atisbo de esfera pública o de sociedad civil. El Documento 9 que se filtro hace más de un año dejaba claro que ni el discurso cultural o político occidental, ni los medios de comunicación, ni las redes sociales deben sustraerse al escrutinio y el liderazgo del Partido. El endurecimiento en las políticas informativas, en la red, en el ejercicio de los derechos civiles o en la respuesta a las numerosas protestas sociales (sobre desalojos, expropiaciones, paro, contaminación, etc.) es ya en estos últimos años incuestionable.

La situación en Xinjiang es como mínimo complicada y en ningún caso apacible. En este contexto parece impensable que se vaya a producir ningún reconocimiento autocrítico de excesos del Partido en la solución expeditiva de la Primavera de 1989. Sería un signo de debilidad impensable, y además desactivaría la amenaza latente y el papel disuasorio que se agazapa detrás del tabú. En China sigue reinando la amnesia sobre una matanza que se llevó por delante algunos centenares o miles de jóvenes. Entre nosotros (que no dejamos cada año de recordar esta triste e infame efeméride) también reina una similar desmemoria selectiva cuando cada mes de agosto tendemos -y todo parece apuntar que seguiremos tendiendo- a olvidar internacionalmente a los alrededor de novecientos muertos que cayeron el año 2013 en la plaza de Tahrir, en Egipto.

Manel Ollé es coordinador del Máster en Estudios Chinos (UPF Universitat Pompeu Fabra).