México celebra hoy elecciones para renovar la Cámara de los Diputados, elegir a más de mil alcaldes, los congresos de 17 Estados y a los gobernadores de nueve de ellos. El partido histórico, el PRI, parte como favorito, gracias en buena medida a la inacabable crisis interna del PAN (el partido tradicional de la derecha) y del Partido de la Revolución Democrática (izquierda).

El resultado en esta ocasión es quizá lo de menos. Lo importante es cómo votarán, si lo hacen, los millones de mexicanos hastiados de la impunidad del poder, la corrupción y la violencia —más de una docena de candidatos han sido asesinados durante la campaña— en un contexto de mediocre crecimiento económico.

La abstención, el voto nulo que ha defendido una élite intelectual como protesta contra el statu quo, la aparición por primera vez de candidatos independientes con posibilidades de ganar el Gobierno del Estado de Nuevo León y la alcaldía de Guadalajara, y el debut electoral de Morena, el movimiento del caudillo de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, servirán para medir hasta qué punto es grave la enfermedad del sistema político mexicano.

Sería un error que la clase política y el partido del Gobierno se dieran por satisfechos con sus resultados sin sacar conclusiones sobre la situación anímica de una sociedad descontenta, y cada vez más intolerante con los abusos del poder y con la tragedia diaria de la muerte.