Durante años, funcionarios del régimen comunista de Pekín han advertido que la economía de su país tendría que crecer a por lo menos el 7% anual porque de otro modo correría peligro la paz social, ya que la legitimidad del gobierno no se basa en sus pretensiones ideológicas sino en su capacidad para impulsar la creación de riqueza en una escala jamás vista. Sin embargo, a juzgar por los datos más recientes proporcionados tanto por la versión local del Indec como por consultoras con sede en la ciudad autónoma de Hong Kong, es poco probable que este año China logre superar el piso fijado por el gobierno. Según las cifras que acaban de difundirse, en lo que va del año el comercio exterior del gigante se redujo el 7,3%, lo que, como no pudo ser de otra manera, ha sembrado alarma en mercados internacionales ya asustados por las pérdidas colosales que se han registrado últimamente en la bolsa de Shanghai y otros centros financieros. El temor es que la locomotora china se frene de golpe. En opinión de algunos pesimistas, podría aguardarle un prolongado período de estancamiento parecido al sufrido por Japón luego de décadas de crecimiento veloz, con la diferencia de que los nipones ya habían alcanzado un nivel de vida equiparable con el de los países más avanzados de Europa, mientras que, a pesar de las hazañas económicas impresionantes anotadas a partir de 1979, cuando el entonces presidente Deng Xiaoping se desvió del camino maoísta para emprender uno relativamente liberal, China sigue siendo un país pobre con un ingreso per cápita inferior al argentino o brasileño.

Si bien en el resto del mundo una tasa de crecimiento anual del 6 o del 5% sería considerada un síntoma envidiable de dinamismo, en China el que su país pudiera verse obligado a conformarse con una que en otras latitudes sería más que satisfactoria es motivo de gran preocupación. Aunque era evidente que tarde o temprano la economía china dejaría de expandirse al ritmo frenético al que nos habíamos acostumbrado, se esperaba que las autoridades consiguieran manejar con eficiencia la ralentización prevista, pero lo que está sucediendo en las bolsas al estallar una burbuja tras otra hace sospechar que no saben muy bien cómo hacerlo. La reacción, casi instintiva, del gobierno ha consistido en intervenir en los mercados y, entre otras cosas, ordenar a las empresas estatales comprar cantidades enormes de acciones con el propósito de restaurar cierta calma, además de pedirles a los propagandistas de los medios oficiales aludir a las presuntas maniobras de grupos foráneos no identificados. Puede que el impacto de la rápida depauperación de millones de personas que habían comprado acciones en empresas poco confiables no sea tan fuerte como algunos vaticinan. También es posible que el aumento del desempleo en los centros urbanos en que se concentran campesinos procedentes de zonas rurales que migraron en busca de trabajo no provoque más disturbios como los que desde hace años son rutinarios, pero así y todo existe el riesgo de que se hagan aún más violentos en los próximos meses.

El régimen chino, consciente de que continuar dependiendo de las exportaciones significaría resignarse a ser un país de costos productivos y salarios muy bajos, quiere que el consumo interno se convierta en el principal motor del crecimiento, pero no le está resultando fácil concretar la transformación macroeconómica deseada, razón por la cual acaba de devaluar el yuan con la esperanza de recuperar competitividad. Entre los países que ya han sido golpeados por el cambio de rumbo intentado por Pekín están la Argentina, Brasil y Australia, que se vieron beneficiados por la voracidad importadora de China. Aunque los australianos, por poseer una economía más diversificada y más competitiva, parecen capaces de mitigar el impacto de la caída precipitada de los precios de los commodities, nuestros gobernantes y sus homólogos brasileños no se han preparado debidamente para enfrentar un período de años flacos atribuible a la desaceleración de la economía china.