26/08/2015 | Argentina -La impudicia de la indulgencia
Alberto Medina Mendez
La corrupción atraviesa a los gobiernos desde hace mucho tiempo. Su omnipresencia abruma y su permanencia se sostiene sobre su naturaleza estructural, esa que la hace casi imposible de erradicar. Es tal su potencia que ha logrado que la sociedad la naturalice, la incorpore como parte del paisaje y, en ese contexto, tolere convivir con ella casi sin escandalizarse.
Este fenómeno
cultural ha penetrado con tanta fuerza que no solo los corruptos creen estar
haciendo lo correcto y asumen que cualquiera haría lo mismo en su lugar, sino
que también los que entienden que ese modo de vida es incorrecto parecen haber
caído en la trampa de la mansedumbre.
El daño que este perverso hábito ha generado no solo impacta a la hora de
vaciar las arcas del Estado en cualquiera de sus formas, saqueando los recursos
de toda la sociedad. El asunto es más complejo aún y los alcances del deterioro
moral son mucho más profundos que lo que pueda imaginarse.
Es increíble observar como se ha desplazado el umbral que traza la línea entre
las personas integras y los criminales. El saber popular solo colocará en la
lista de los corruptos a aquellos que delinquen con obscenidad, los que lo
hacen con absoluto descaro y sin ningún tipo de escrúpulo.
Los sutiles, los mesurados, los más educados y menos burdos, quedarán
prácticamente eximidos de su responsabilidad. Es que la experiencia cotidiana
indica que todos los que conducen los destinos del gobierno, tendrán que
hacerlo de algún modo, por lo tanto lo que termina importando son las formas y
eventualmente los montos, y no necesariamente la actitud.
Es demasiado impactante seguir de cerca esos diálogos en los que parece vital
desplazar del poder a los delincuentes de turno para reemplazarlos por otros
que, haciendo lo mismo, solo han tenido ciertos cuidados para no parecerse
demasiado a los primeros.
Es tiempo de que la sociedad se sincere plenamente y se anime a explicitar con
total claridad cuáles son sus verdaderos valores morales. Es relevante saber, a
estas alturas, si realmente la corrupción es absolutamente inaceptable o solo
se trata de rechazar lo grosero y rústico, de cuestionar los modos y ciertos
desagradables estilos personales.
Por triste que resulte, se ha instalado vigorosamente una postura demasiado
frecuente, que plantea argumentos frágiles, de gran debilidad no solo
intelectual, sino de una relatividad moral que espanta.
Gente inteligente, con acceso a la educación, sin carencias económicas que
condicionen su supervivencia, son los que militan con más vehemencia en esta
eterna e inexplicable doble moral.
Despotrican contra los malhechores cuestionando sus aptitudes y criticando su
indecencia crónica, pero con idéntico entusiasmo idolatran a personajes de
dudosa reputación que solo pueden mostrarse como una versión atenuada de
similares conductas.
Al final, todo parece ser una simple cuestión de magnitudes. Los que roban
mucho son considerados corruptos, pero para los que lo hacen moderadamente
existe un indulto social completamente incomprensible.
Es patético, pero definitivamente contemporáneo. Una importante porción de la
sociedad solo aspira a elegir a los ladrones más civilizados, simpáticos y
discretos. Los honestos prácticamente no aparecen en la grilla y entonces la
comunidad no hace más que optar entre diferentes delincuentes.
El problema de fondo es que los honrados no participan lo suficiente como para
cambiar la esencia de la política, aunque es justo reconocer que muchos lo
intentaron. Algunos, luego de hacer su máximo esfuerzo, se encontraron con que
todo era mucho más complejo de lo previsto. Los menos perseveraron y aún siguen
intentando ese difícil recorrido. Otros decidieron desistir frente a las
infinitas e insalvables dificultades.
Un grupo importante de los que ingresaron a la política para aportar
integridad, decidieron mutar y aceptar las impiadosas reglas de juego,
claudicando en sus convicciones, bajo el cómodo argumento de asumir que no
existe otro modo de hacer política que abandonar los principios.
Es importante no resignarse con tanta docilidad y creer que todo seguirá siendo
igual, solo porque siempre fue así. Los cambios se consiguen, primero asumiendo
que resulta posible lograrlo. Las utopías dejan de serlo cuando se actúa en
consonancia con los sueños. Si no se hace nada al respecto, seguirán siendo
solo ideales vacios de los que nadie se ocupa.
Claro que se pueden admitir que existen ciertas circunstancias en las que se
debe elegir el mal menor. No se debe dejar de lado lo pragmático frente a una
situación límite. Muchas veces se trata justamente de optar por la alternativa
menos desagradable.
Lo que resulta inadmisible es convertirse en un entusiasta impulsor de un grupo
de bandidos, con el agravante de disimular deliberadamente sus inocultables
vicios, minimizar sus defectos, para transformarlos en artificiales adalides de
la eficiencia y la honestidad. Lamentablemente son lo que son, solo más de lo
mismo. En todo caso pueden ser aceptados como parte de una amarga transición
que permita luego empezar a construir una opción superadora, mucho mejor, más
aceptable, esa que valga la pena promover y de la que se pueda sentir un
genuino orgullo.
El camino consiste en ser suficientemente crítico, disponerse a ser parte de
una construcción realmente virtuosa y evitar la infantil complacencia de
siempre, esa que termina siendo la impudicia de la indulgencia.
Alberto Medina Méndez (Argentina)
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