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18/09/2015 | Brasil -Las culpas de Dilma

América Economía Staff

Cuando el escritor austríaco Stefan Zweig llegó a Brasil huyendo de los nazis en 1941, se enamoró del país y escribió un maravillado artículo cuyo título era Brasil, país del futuro. Seis meses después se suicidó.

 

Los brasileños vieron la ironía de la historia e inventaron un chiste que se repitió durante 60 años hasta convertirse en lugar común: Brasil es el país del futuro. Y siempre lo será.

Pero en 2005, el economista brasileño Domenico di Masi publicó un libro que se llama O Futuro Chegou, El futuro llegó. Y los brasileños se la tomaron en serio.
El país iba como avión hace diez años. Rico en hierro, soya y carne, además de petróleo, estaba en posición insuperable para satisfacer la cada vez más voraz demanda china. Esa creciente demanda hizo subir los precios de los productos básicos de exportación. China sobrepasó a Estados Unidos como el mayor socio comercial de Brasil. El comercio entre ambos países, que bordeaba US$2.000 millones en 2000, llegó a US$83.000 millones en 2013: se multiplicó 43 veces, a un ritmo casi dos veces mayor que el comercio de toda América Latina con China, que en igual período se multiplicó 25 veces.

Un programa de subsidios directos para los pobres, Bolsa Familia, sacó a 40 millones de brasileños de la pobreza. Jim O’Neill, ex economista jefe de Goldman Sachs, había acuñado el término BRICs para agrupar y augurar un brillante destino común a las cuatro naciones emergentes más grandes del mundo: Brasil, Rusia, India y China. El PIB crecía 5% año tras año y llegaría a un espectacular 7,6% en 2010. Expertos en desarrollo hablaban de exportar el “modelo brasileño” a otras naciones emergentes. La economía brasileña pasaba a ser la octava más grande del mundo. La abundancia de dólares había sobrevaluado el real: ¡era más caro vivir en Sao Paulo que en Nueva York! Y mientras la intelligentsia hablaba de un “superciclo” de altos precios de los commodities a causa de la demanda china, funcionarios brasileños iban a reuniones con inversionistas internacionales asegurando que el país iba a crecer a una tasa promedio de 4,5% anual para siempre.

Brasil empezó además a portarse como potencia. Durante el gobierno de Luiz Inácio “Lula” da Silva: pidió un rol más protagónico en Naciones Unidas;. y, al mismo tiempo que privilegiaba el comercio con China, bloqueaba el acuerdo de libre comercio de las Américas impulsado por Estados Unidos.

La borrachera duró hasta 2011, cuando la demanda china se desaceleró y empezaron a bajar los precios de los principales materias primas latinoamericanas de exportación. Brasil estaba más expuesto que los demás países porque le vende más variedad y más volumen de productos básicos a China y porque había apostado con todo al país asiático. Hoy el 40% de las exportaciones brasileñas van a China, mientras que para toda América Latina la exposición de las ventas externas a la demanda china se acerca al 20%.
No fue ésta la única causa del deterioro de la economía brasileña en los últimos cuatro años, pero parece haber sido la más gravitante.

El PIB se contrajo 1,9% en el segundo semestre de 2015 y el pronóstico es de una contracción de 2% para el año completo. Se vaticina una recesión de dos años, la más larga desde los años 30. En el plano comercial, el superávit de US$20.000 millones que tuvo Brasil en 2010 se ha convertido en un déficit de US$40.000 millones en los últimos 12 meses a julio. Los papeles de deuda brasileña han sido castigados una y otra vez y están a punto de caer en el área de los bonos basura.

Los dos millones de nuevos empleos que se crearon en 2010 han pasado a ser 150.000 empleos que se pierden por mes. Y los millones de brasileños que habían salido de la pobreza están descubriendo lo fácil que es regresar a ella.

A todo esto hay que agregar el faraónico escándalo de corrupción en Petrobras, la gigante petrolera estatal. Desde hace 18 años, funcionarios de Petrobras han estado recibiendo dinero de empresas a cambio de adjudicarles contratos de proyectos públicos. Se estima que los sobornos en Petrobras superan los US$3.000 millones y el fraude era parte del business as usual en Petrobras durante los ocho años (2002--2010) en que Dilma era miembro del directorio de la petrolera (2002-2010) en su calidad de ministra de Lula, su predecesor y padre político.

La desastrosa situación de la economía, agravada por el caso Petrobras, tienen a Dilma con un 7% de apoyo popular -el más bajo que haya tenido nunca un presidente en Brasil- y el clamor de cientos de miles de manifestantes callejeros que piden su inhabilitación o renuncia. Dos de cada tres brasileños están a favor de que Rousseff deje la presidencia, y la gran mayoría de ellos vienen de los estratos populares, a quienes la presidenta siempre ha querido representar. Lo más probable, sin embargo, es que termine normalmente su mandato, que culmina en 2018, con el apoyo de los ricos y poderosos. La mayoría de los miembros de la élite brasileña está a favor de que siga en su cargo por varios motivos. En primer lugar, inhabilitarla facilitaría hacer lo mismo con cualquier presidente impopular por el mero hecho de no tener el apoyo de la ciudadanía. En segundo lugar, la salida de Rousseff podría desatar una inestabilidad política peor que la actual. En tercer lugar -y este es el argumento más contundente- para inhabilitarla hay que hacerle un juicio político para el cual no hay hasta ahora justificación legal.

El único motivo para inhabilitarla legalmente sería que ella hubiera sido partícipe o cómplice en el escándalo Petrobras, ya sea por haber dado o recibido sobornos ella misma -lo que es muy difícil que haya sucedido- o por haber sabido de la corrupción y no haberla denunciado.

Ella ha dicho que se enteró del escándalo por la prensa. La mayoría de los brasileños no le creen, pero mientras no haya evidencia de que está mintiendo, no se la puede llevar a un juicio de inhabilitación.

Mucho menos se la puede obligar a renunciar porque hay problemas económicos. La economía brasileña anda mal, junto a casi todas las economías latinoamericanas por su excesiva dependencia de la exportación de materias primas, cuyo precio hoy depende de la demanda china.

La presidenta Rousseff no queda eximida de culpa, sin embargo porque sus golpes de timón han tendido a profundizar varios de los problemas estructurales que dificultan el crecimiento sostenido del país.
Brasil tiene un estado hipertrofiado, más ministerios de los que necesita, un régimen arancelario proteccionista, una legislación laboral que no fomenta el empleo, pensiones demasiado generosas para los funcionarios públicos y el código tributario más complicado del mundo, entre otros problemas.

El estado brasileño necesita liberalizar la economía y modernizar las reparticiones de gobierno que enmarcan y regulan la actividad económica, favoreciendo a la iniciativa privada. También necesita liberalizar los mercados del trabajo y el capital, para que puedan orientarse a los sectores más productivos.

Hasta 2014, nada de esto ha estado en el programa de gobierno de Rousseff, quien tiende a desconfiar de la empresa privada y del liberalismo económico. Y cuando finalmente la magnitud de la crisis la lleva a emprender reformas que van en la dirección correcta, el Congreso bloquea sus iniciativas por motivos políticos.

Brasil también necesita controlar el gasto público y reducir el tamaño del fisco, que se queda con 35% del PIB y presta servicios muy deficientes. Pero el chorro de dólares que llegó durante los tiempos del boom tuvo el efecto contrario: el gasto público se disparó.
Con Dilma ya en el sillón presidencial, el estado empezó a gastar por adelantado los ingresos por exportaciones de materias primas. Los bancos estatales empezaron a prestar dinero fácil y barato, se subsidió la gasolina para bajar su precio a los consumidores, se postuló a ser sede del Campeonato Mundial de Fútbol 2014 y las Olimpìadas 2016. La cartera del banco oficial de desarrollo, BNDES, se infló hasta ser más grande que la del Banco Mundial, y a tasas de interés más bajas que las del Banco Mundial.

Acaso la tarea pendiente más importante que tiene Brasil sea la del fortalecimiento institucional, que debe hacerse junto con una reducción del tamaño del aparato estatal. El país requiere una infraestructura legal eficiente, tribunales que actúen con rapidez, contratos que signifiquen obligatoriedad, una ley de quiebras inteligente.

La tarea que Brasil tiene por delante no es fácil y tardará más que un período presidencial. Obligada por las circunstancias, la presidenta Rousseff ha empezado a hacer reformas que van por el camino correcto, entre ellas una saludable reducción -de 39 a 29- en el número de ministerios. Pero las reformas que debe emprender son muchas y gran parte de ellas exigen ajustarse el cinturón, de modo que serán impopulares. Dilma Rousseff tiene tres años para ponerlas en marcha. Si no lo hace, Brasil ya no será el país del futuro sino el país de nunca jamás.


América Economía (Chile)

 



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