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14/10/2015 | El Santo Chapo

Pascal Beltrán del Río

En México, ser narco ha comenzado a ganar la aceptación social, al tiempo que ser policía o incluso funcionario de mayor rango es motivo de rechazo.

 

Se pueden discutir las razones por las que sucede lo anterior, pero muy pocos, creo, se atreverían a negar ese hecho.

Habrá quien diga que la victoria cultural de los delincuentes sobre las personas a las que la sociedad paga para defenderla tiene que ver con la corrupción que prevalece en las áreas de procuración de justicia.

Otros más buscarán adentrarse en la idiosincrasia del mexicano y sostendrán que el bandolerismo y la justicia social siempre han caminado de la mano en la historia nacional.

El caso es que los crímenes de la delincuencia organizada comienzan a pesar menos entre las cosas que los mexicanos condenan, mientras las acciones de la autoridad son vistas con cada vez mayor suspicacia.

Hace tiempo que los narcocorridos se convirtieron en vehículo para rendir pleitesía a traficantes y sicarios. Y la imitación del estilo de vida de los criminales se convirtió en moda en la vestimenta, el diseño y la arquitectura.

La victoria cultural del crimen organizado se ha ido consumando batalla tras batalla.

No encontrará usted muchos organismos de derechos humanos que señalen a los delincuentes con la misma fuerza con que apuntan a funcionarios.

Tampoco escuchará usted a demasiadas organizaciones feministas protestar por la forma en que los narcotraficantes cosifican a las mujeres.

Sin embargo, buena parte de esas batallas se han librado en el imaginario colectivo.

Hasta ahora.

Lo digo porque un hecho –ciertamente muy sencillo pero a la vez harto significativo– me ha hecho pensar que la guerra por ganar el corazón y la mente de los ciudadanos se acaba de materializar.

Siempre me ha desconcertado que en la esquina de Vértiz con Liceaga, en la colonia de los Doctores, haya, a la vista de todos, un altar a Malverde, el santo de los narcos, y a la Santa Muerte. Cuando las creencias mágicas se funden con la violencia y el crimen, se crean mezclas sumamente peligrosas.

Recordemos, por ejemplo, a los grupos supremacistas blancos, que sostenían –quizá algunos aún lo hagan– que la segregación racial estaba fundamentada en pasajes de la Biblia.

Veamos el odio que ha sido sembrado, en distintos momentos de la historia, en nombre de la religión, pagana o no.

Ahí están, como ejemplos recientes, el Estado Islámico y su objetivo de crear un gran califato en el que la única ley sea la charia, y el Ejército de Resistencia del Señor que, a nombre de imponer los Diez Mandamientos, ha sembrado el terror en Uganda, el Congo y otras naciones de África.

O cómo muchos líderes carismáticos han llevado a sus seguidores a cometer atrocidades o suicidios colectivos, aun en el seno de sociedades democráticas.

Bastante malo es, pues, que creencias mágicas que veneran la violencia criminal ocupen espacios públicos para convencer a las personas que matar y torturar en nombre de la avaricia es un acto respetable.

Si a eso le agregamos que el mencionado altar a Malverde y la Santa Muerte acaba de adoptar la imagen de Joaquín El Chapo Guzmán como fetiche de adoración, creo que algo muy grave está sucediendo.

La mujer que regentea el altar de la religión criminal en la colonia Doctores decidió –hace algunas semanas– que ponerle playeras de El Chapo a la efigie de Malverde, como ofrenda al santo del narco, es un acto de picardía que a nadie daña.

Dice que fusionar la imagen de Malverde con la del líder del Cártel de Sinaloa es “normal” porque “¿quién no anda fuera de la ley cuando se puede?”.

Pues yo no, señora, y no porque no pueda –en este país parece que les va bien a quienes lo hacen–, sino porque sigo convencido que el bien y el mal existen y son conceptos que se contraponen.

Vestir de normalidad al mal –en lugar de exigir eficiencia a la autoridad en el combate a los criminales y, al mismo tiempo, condenar a éstos en los términos más duros– nos está llevando, como sociedad, por caminos muy peligrosos.

Caminos que, a menudo, son de un solo sentido.

Excelsior (Mexico)

 



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