Quienes se acercan al conflicto sin apriorismos (cosa difícil en este tema) plantean la gran pregunta: ¿existe una opción de paz real en el conflicto árabo-israelí, más allá de los simulacros conocidos?.
Mi respuesta es desgraciadamente pesimista:
ni se percibe, ni lo creo. Y los últimos acontecimientos trágicos, con una
oleada de apuñalamientos de ciudadanos judíos, algunos niños, y muchos de ellos
perpetrados por palestinos adolescentes, vislumbran una situación explosiva.
Ayer mismo, en un nuevo día de la ira, centenares de jóvenes incendiaron la
tumba del profeta José en Nablús, a los pies del monte Gerizim, y es posible
que, para cuando salga este artículo, las noticias sean más alarmantes.
Ante
este grave aumento de la violencia, con resultado de decenas de muertos, cabe
preguntarse si estamos ante la tercera intifada, y la respuesta es prematura.
Pero lo cierto es que no parece que este estallido de violencia indiscriminada,
que convierte en víctima a cualquier ciudadano judío que pase por la calle,
acabe mañana. De momento, lo que está claro es que presenta características
singulares: la baja edad de los agresores, algunos preadolescentes y muchos con
ciudadanía israelí, y el carácter espontáneo de las agresiones, como si se
tratara de una oleada de imitadores de los lobos solitarios del Estado
Islámico. Por supuesto, organizaciones como Hamas se han apuntado con
entusiasmo a jalear esta oleada violenta, e incluso el presidente Abas ha
alimentado las mentiras sobre presuntos planes israelíes en la explanada de las
Mezquitas. Como siempre, todo tan irresponsable como parece.
Pero más
allá de la iniquidad de los líderes palestinos que deberían aplacar la
violencia en lugar de animarla, existen motivos intrínsecos para que la
violencia espontánea crezca. El primero, la falta de expectativas de los
jóvenes palestinos, educados en un ambiente de odio hacia Israel, pero faltos
de cualquier esperanza de cambio en el futuro reciente. Lejos de preparar a a
las nuevas generaciones para la paz, las organizaciones palestinas los preparan
para el conflicto eterno, alejan cualquier posibilidad de salida razonable y
mantienen el mito de que Israel puede desaparecer. Esa tensión violenta
endémica, paralela a la negación permanente de cualquier negociación viable,
crea una gran frustración que, fácilmente, deriva en violencia. Además, las
victorias del Estado Islámico en la región son una escuela de imitadores,
fascinados por la imagen exitosa de sus métodos. Sumada la cultura del odio en
que se han educado, la frustración por el presente y la falta de expectativas
de futuro, el cóctel violento está servido.
Puede
que no haya empezado la tercera intifada, pero se ha iniciado una carrera de
violencia arbitraria que dejará un reguero de sangre. Y lejos de actuar como
bomberos, los líderes palestinos son auténticos pirómanos.