El Estado Islámico de hoy no podría explicarse sin la invasión estadounidense a Irak. Con frecuencia se dice que el problema con la invasión a Irak fue que nadie pensó en el día siguiente.
El
verdadero enemigo no es el Estado Islámico sino el hecho de que más del 60% de
los presidiarios en Francia sean musulmanes, a pesar de que representan menos
del 10% de la población. Una cifra brutal y reveladora, por donde se le mire.
No es de extrañar que un joven de origen árabe de los suburbios de París o
Marsella concluya que el país en el que nació lo repudia; constituye poco menos
que una verruga en el terso panorama de la epidermis francesa. No se requieren
de grandes dosis de manipulación para que algunas de esas verrugas decidan
convertirse en tumores malignos.
El problema
con el terrorismo es que suele ser sumamente eficaz cuando opera con la
complicidad involuntaria de autoridades timoratas. El éxito de Bin Laden no
residió en lanzar un operativo capaz de abatir a 3.000 víctimas en unas pocas
horas, sino en convertir ese ataque en una provocación capaz de desatar una
guerra que terminó desestabilizando al Medio Oriente, gracias a los halcones de
Washington. El Estado Islámico de hoy no podría explicarse sin la invasión
estadounidense a Irak y sus consecuencias: cientos de miles de víctimas, una
diáspora incontenible y un enorme resentimiento en contra de Occidente. Si la
reacción de Estados Unidos a la tragedia de las Torres Gemelas terminó echando
en brazos del radicalismo islámico a miles de jóvenes en el mundo árabe, habría
que preguntarnos cómo evitar que la respuesta europea haga lo mismo pero en
suelo occidental.
Por
desgracia, todas las noticias que llegan de Francia anticipan tambores de
guerra. Ningún político galo puede sustraerse en estos momentos a la presión
pública que exige respuestas categóricas e inmediatas que permitan conjurar el
miedo. Cuando la gente siente inseguridad suele refugiarse en la arbitrariedad
del matón del barrio, el que es capaz de pegar coscorrones a diestra y
siniestra. Y no pretendo descalificar el legítimo temor que un parisino sentado
en la terraza de un café pueda experimentar al ver aproximarse a dos o tres
jóvenes musulmanes. En el estado emocional en el que se encuentra la sociedad
francesa, la prudencia resulta anticlimática y la tolerancia es percibida como
un rasgo de debilidad.
Y no sólo
se trata de un impulso emocional, hasta cierto punto explicable. Hay otras
inercias mucho más siniestras que apelan a una salida policiaca y militar del
problema, sin importar la consecuencias. En los últimos días el valor de las
trasnacionales de la industria militar han subido como la espuma, en reacción a
la crisis francesa. Los mercados anticipan un salto exponencial en los
presupuestos de Defensa en los próximos meses. Bruselas decidió dispensar a
Francia de un ajuste fiscal, para permitirle afrontar los gastos adicionales
que supone la amenaza terrorista.
Pocos se
plantean la posibilidad de utilizar una parte sustancial de esos miles de
millones de euros en mejorar las condiciones de marginación y en ofrecer
oportunidades a una población que no las tiene.
Con frecuencia
se dice que el problema con la invasión a Irak fue que nadie pensó en el día
siguiente. Habría que comenzar a preguntarnos en lo que podría ser el día
siguiente de una estrategia centrada en la vigilancia y el control de los
millones de árabes que residen en Europa. Una política que necesariamente
multiplicará agravios y resentimientos y, por ende, profundizará el radicalismo
de sus jóvenes. El ciudadano europeo tiene todo el derecho de exigir a sus
autoridades que impidan la libertad de movimientos de una persona que desea
inmolarse con un chaleco explosivo. La pregunta es qué van a hacer con los
otros millones de musulmanes que simplemente desean una vida digna.