La mayoría parece haber llegado a la conclusión de que no lo son, razón por la algunos quieren militarizar no sólo las fronteras externas de Unión Europea sino también las internas, lo que significaría archivar hasta nuevo aviso la libertad de movimiento consagrada por el acuerdo de Schengen y hacer un esfuerzo por averiguar los antecedentes y, en cuanto sea posible, las intenciones de los centenares de miles de refugiados y migrantes económicos que ya se encuentran en Europa y, en el caso de los atrapados en países balcánicos, quieren alcanzar Alemania o Suecia. 

Algo similar está sucediendo en Estados Unidos. A pesar a la voluntad del presidente Barack Obama de acoger a contingentes nutridos de refugiados sirios, los gobernadores de más de treinta estados norteamericanos se resisten a permitirles entrar en las jurisdicciones que administran. Para justificar tal actitud señalan que, aun cuando casi todos resultaran ser personas pacíficas, una minoría pequeña de islamistas fanáticos sería más que capaz de provocar masacres en gran escala.

Europa ya ha sufrido muchos ataques yihadistas pero ninguno, ni siquiera el atentado en Madrid del 11 de marzo de 2004 en que murieron casi 200 personas o los del subte de Londres el 7 julio de 2005 que tuvieron un saldo de más de 50 muertos, ha tenido un impacto tan fuerte como el que acaba de producirse en París. Que éste haya sido el caso puede atribuirse a la irrupción de Estado Islámico. Mientras que hasta hace poco parecía legítimo sostener que se trataba de episodios aislados que no se repetirían, desde la semana pasada los europeos temen estar frente a una campaña de terror que apenas ha comenzado y que en los próximos meses podría cobrar proporciones apocalípticas.

 Huelga decir que los yihadistas mismos quieren sembrar miedo, de ahí sus alusiones a la conquista supuestamente inminente de Roma y el Vaticano o sus planes para reducir la Casa Blanca en Washington a una ruina humeante, pero el que sea de su interés amedrentar a los occidentales no quiere decir que la mejor forma de reaccionar ante sus amenazas sea negarse a tomarlas en serio.

Además de sentirse constreñidos a privilegiar su propia seguridad, los europeos y norteamericanos entienden que mucho dependerá de su relación con el sumamente conflictivo mundo islámico. Duró poco la esperanza de que la llamada "primavera árabe" significara el inicio de un proceso de democratización parecido al experimentado por buena parte de América Latina en los años ochenta del siglo pasado. En las cancillerías europeas y en sectores influyentes en Estados Unidos están ganando terreno "los realistas" que insisten en que sería mejor que los países musulmanes actualmente convulsionados de África y Asia estuvieran bajo la férula de dictadores brutales capaces de conservar cierto orden, ya que los más beneficiados por "la primavera árabe" resultaron ser los islamistas. Lo mismo que el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt cuando miembros de su administración decían que apoyaban al tirano nicaragüense Anastasio Somoza porque era "nuestro", son cada vez más los líderes europeos que dan por descontado que no serviría para nada imaginar que los habitantes de países que les son ajenos pudieran crear democracias viables y que cualquier intento de ayudarlos a hacerlo sería contraproducente. 

Puede que quienes piensan así estén en lo cierto, pero a sus adversarios les es dado señalar que lo que está sucediendo en Siria muestra que resignarse a convivir amablemente con dictaduras sería igualmente peligroso, ya que una consecuencia de las confusas guerras civiles y sectarias que están librándose en aquel país ha sido un éxodo tan multitudinario que las autoridades europeas ya se han visto desbordadas. Por desgracia, en la actualidad no es del todo fácil pensar en estrategias que, andando el tiempo, les permitirían a los occidentales defenderse contra sus enemigos jurados sin abandonar a su suerte a millones de personas que sólo quieren disfrutar de derechos que en Europa, América del Norte y la mayor parte de América Latina son considerados irrenunciables.