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22/12/2015 | La marca Trump, un desafío al sistema

Manuel Erice

Aspira a presidir EE.UU. con dos credenciales: ser rico y «gran negociador». Y presume de no necesitar dinero ajeno para financiar la larga campaña. El secreto se llama Donald Trump, una máquina de generar negocio.

 

Su autodefinición de «empresario arquetípico», con la que se presenta en la página web que lleva su nombre, suena a reivindicación. Pero no es real. De muy difícil etiquetado, Donald Trump es todo menos el más puro modelo de empresario. Magnate, millonario, promotor, constructor, ejecutivo, showman, político (aunque juegue a ser su enemigo), actor, charlatán… Tiene algo de todo, pero nada le define mejor que su afán de notoriedad. Nieto de inmigrantes, un alemán y una escocesa, desde que en los albores de los 70 se lanzara a la aventura del mercado inmobiliario neoyorquino, siguiendo la tradición de su padre, Trump no sólo ha buscado dinero. También, hacerse notar. Con la ruidosa manera con la que hoy hace campaña política, ha construido, se ha hecho millonario, se ha arruinado hasta la bancarrota, ha vuelto a hacerse rico… Siempre hablando, opinando. No importa sobre qué. Uno de los comentarios que mejor le definen lo tuvo que escuchar de boca de uno de sus rivales, el senador Lindsay Graham, en el último debate republicano: «Donald, no tienes por qué contestar a todo lo que te preguntan». Pero la verborrea no es gratuita. Cuando Trump habla, vende. Es una marca de sí mismo: financiera, inmobiliaria, de viajes, de ropa y accesorios para hombre, perfumes, restaurantes… Todo es Trump, producto y marketing.

Donald Trump (Queens, Nueva York, 1946) ha irrumpido en esta carrera republicana como pudo hacerlo en otras muchas. Estuvo a punto en 2012, como también aspiró a ser gobernador de Nueva York en los años 80, sin llegar a competir. Pero también podría haberlo hecho en la carrera demócrata, partido del que en su día se declaró más cercano. Para quien no conoce más compromiso en la vida que consigo mismo y con aquel con quien cierra un negocio, resulta difícil pensar en ataduras políticas o ideológicas. Lo sabe el establishment republicano, temeroso de que termine arruinando las opciones del partido si termina presentándose como independiente. Y lo sabe Hillary Clinton, la casi segura candidata demócrata, consciente de que un Trump de tercera vía le brindaría en triunfo en bandeja al restar votos a cualquier rival republicano. No es nada personal. Nada que ver con la supuesta amistad entre los Clinton y Trump. Supuesta, porque no hay tal. En el particular sistema de medición del magnate, el dólar es el patrón, que elimina cualquier atisbo de romanticismo. Como presume el millonario en sus mítines, Bill y Hillary Clinton asistieron a su boda (con la modelo Melania, su tercera mujer, en 2005) sencillamente porque «no les quedaba otra. Había financiado sus campañas».

Sus menciones a seres queridos también pueden cuantificarse. Sobre su padre, Fred, asegura que fue su «mentor, me enseñó cada detalle del mundo de la construcción». Sobre su hijo, del mismo nombre, concluye con orgullo: «Cada cosa que toca es oro».

Reniega de su origen inmigrante

Donald Trump es un ejemplo del sueño americano que ahora se ofrece a salvar con su eslogan «Volver a hacer grande América». Pero en el ejemplo está la contradicción. Porque el nieto de inmigrantes reniega de su condición y propone levantar un muro a quienes hoy pretenden emular su hazaña. Todo con tal de ganar. La palabra «perdedor», que profiere con desprecio, es un calificativo reservado para sus rivales.

En su aventura política, como siempre ha hecho en su vida, Trump se apoya en la intuición y en su capacidad de sacar partido a las nuevas tecnologías aplicadas al marketing. En una hipotética escuela darwinista de la evolución de las especies, en la que sólo sobrevivieran las que supieran adaptarse al medio, Trump sería el alumno aventajado, el discípulo que sobrepasa al maestro. Como siempre que ha salido a competir, en las redes sociales el neoyorquino es el primero: el que más seguidores tiene en Twitter, más de cinco millones, y en Instagram, con 700.000. Y el que más tuits difunde, más de 6.000 en los últimos meses.

Se forjó en los negocios cuando comenzó a generar dinero con la venta y alquiler de apartamentos a la clase media neoyorquina, con el don para la oportunidad que hasta sus competidores le reconocen. Cuando más tarde, en los 80, puso de moda los condominios de lujo a los que supo atraer a Martina Navratilova, Steven Spielberg o Sophia Loren. O cuando más tarde tuvo que generar negocio con productos financieros, muchos alimentados de bonos basura, en el competitivo mundo de Manhattan. Eso le permitió terminar la emblemática Trump Tower en 2001.

Para hacerse fuerte en la jungla de los negociantes, antes hubo de probar las mieles de la derrota, cuando se arruinó. No una sino cuatro veces. No siempre su intuición ha sido garantía de éxito. La vitola de «gran negociador» y «figura sin par» que exhibe sin rubor también ha tenido limitaciones, como le recuerdan los rivales que se atreven a entrar en el cuerpo a cuerpo. Aunque es sabido que en Estados Unidos, quien no ha fracasado nunca no puede entrar en el selecto club de los elegidos.

Los años 90 fueron especialmente duros para él. Tras el endeudamiento que le generó el lujoso Taj Mahal Casino Resort, primero tuvo que vender su yate, su jet privado y su aerolínea. Pero no fue suficiente. Más tarde, tuvo que acudir a una renegociación bancaria para eludir la bancarrota.

Donald Trump aspira hoy, esta vez en serio, a presidir Estados Unidos. Ylidera la carrera republicana. Pero para hacerlo también se ha dejado pelos en la gatera. Sus imprecaciones contra los inmigrantes mexicanos, a los que ha llegado a llamar genéricamente «violadores» y «traficantes», le han generado pérdidas de imagen y de negocio. Lo primero le importa menos. Y lo segundo lo clasifica en su particular archivo de hechos consumados. Las cadenas Univisión, NBC, Ora TV y Televisa, y el gigante comercial Macy´s, una de las cadenas más importantes de Estados Unidos, rompieron con él inmediatamente. Como lo hizo el chef español José Andrés, uno de los empresarios de restauración de más éxito en Estados Unidos, a quien le unía un contrato para poner en marcha el restaurante que iba a brillar con luz propia en el hotel Trump que el magnate construye en Washington.

«Me pago mi campaña porque soy millonario»

En expresión muy americana, Trump asume las pérdidas como «peanuts» (literalmente, cacahuetes; en su significado coloquial, calderilla). Así se comporta en la campaña electoral. Presume de ser el único candidato que no se financia con donantes (organizados en Estados Unidos legalmente como PAC, comités de acción política, o SuperPAC): «Yo me pago mi campaña porque soy millonario», proclama. Por si quedaba alguna duda de su condición y de su capacidad para proclamarlo a los cuatro vientos, casi hasta la provocación, en una reciente convocatoria del Jewish Republican Council (Consejo Republicano Judío), uno de los principales lobbies norteamericanos, al que se dirigen antes o después todos los aspirantes republicanos, Trump les espetó: «Yo no necesito vuestro dinero, no me podéis comprar».

Y va a resultar cierto. Cuenta con un patrimonio acumulado, que convierte a Trump en una de las 400 personas más ricas del mundo, con 4.500 millones de dólares (4.140 millones de euros), según la revista Forbes. Cálculo decepcionante para Trump, quien en su obligatoria declaración de bienes ante la Comisión Federal Electoral, manifestó tener casi 10.000 millones de dólares (9.200 millones de euros). Y así se dirigió a la revista: «Me estoy postulando para ser presidente. Así no me veo bien. Para ser honestos, me veo con mejor pinta con los 10.000 millones que tengo». Pero la mejor baza del magnate para pagarse una larga e intensa campaña como la estadounidense son los recursos que él mismo es capaz de generar. Sus dotes de vendedor, ahora aplicadas a la política: atención permanente de las televisiones, que él mismo alimenta con sus polémicas declaraciones, cada vez más altisonantes, en un bucle que no parece tener fin. Resultado, mientras el exgobernador Jeb Bush quema miles de dólares en spot televisivos sin apenas resultado, los informativos de las grandes cadenas resuelven la publicidad electoral de Trump a coste cero. Todo un fenómeno.

ABC (España)

 



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