No hay tantos motivos para suponer que sirva para cambiar mucho el más reciente, protagonizado por el secretario de Estado norteamericano Kerry y su homólogo ruso Serguéi Lavrov, quienes la semana pasada en Múnich anunciaron conjuntamente una tregua. 

Las perspectivas serían otras si las guerras que están librándose en territorio sirio se debieran a nada más que la intervención de Rusia al lado del presidente Bashar al-Assad y el respaldo en buena medida moral de Estados Unidos y la Unión Europea a los grupos rebeldes que califican de "moderados", pero el papel de las potencias occidentales ha sido limitado en comparación con el desempeñado por aquellos países de la región que están procurando sacar provecho de los conflictos, mientras que Rusia demoró mucho en participar. Es probable que, de no haber sido por Irán, Al-Assad ya hubiera caído pero, gracias a la decisión del presidente ruso Vladimir Putin de prestarle una fuerza aérea, el dictador parece convencido de su capacidad para retomar las zonas que aún están en manos de sus enemigos. No le interesa un cese del fuego a menos que preceda el fin de la rebelión porque se cree en condiciones de ganar la guerra.

Se trata de un desenlace que, además de constituir un revés humillante para el presidente norteamericano Barack Obama, quien en diversas ocasiones dijo que Al-Assad tendría que renunciar, y los europeos, sería inaceptable para el régimen islamista de Turquía y sus aliados coyunturales sauditas. Si Al-Assad lograra sofocar la rebelión en su contra, Irán se anotaría un gran triunfo en su conflicto con los sunnitas. 

Es por tal razón que Arabia Saudita dice estar preparándose para enviar tropas a Siria. También podría hacerlo Turquía, aunque en su caso lo haría con el propósito no sólo de continuar la lucha contra Al-Assad sino también porque entiende que los separatistas kurdos le plantean un problema mucho más grave que el representado por los fanáticos sanguinarios del Estado Islámico. Los turcos temen que los kurdos, cuyos milicianos, con el apoyo aéreo de Estados Unidos y algunos países europeos, han sido los únicos capaces de hacer frente a los yihadistas, consigan el apoyo de los países occidentales, lo que desde su punto de vista sería un desastre estratégico. En un esfuerzo desesperado por reducir el riesgo así supuesto, el régimen islamista del mandatario turco Recep Tayyip Erdogan ha emprendido una ofensiva militar contra los kurdos no sólo en Siria e Irak sino también en su propio país y ha dado a entender que, por ser Turquía miembro de la OTAN, los occidentales deberían apoyarlo si estalla un conflicto con Rusia, una eventualidad que, como sabe muy bien, podría tener consecuencias catastróficas.

Al producirse en el 2010 lo que los optimistas más ingenuos llamarían "la primavera árabe", los gobiernos de Estados Unidos y los miembros de la Unión Europea se imaginaban frente a un fenómeno similar a aquel que, una generación antes, puso fin, de manera asombrosamente pacífica, al imperio soviético. Sin embargo, pronto se haría evidente que los países árabes no estaban por transformarse en democracias pluralistas. 

La caída de una serie de dictadores brutales se vio seguida ya por el resurgimiento del yihadismo, ya por el caos más absoluto, que no tardaría en provocar repercusiones en otras partes del mundo. Frente a lo que ha sucedido, muchos occidentales han llegado a la conclusión de que, por ser la democracia pluralista y tolerante ajena al mundo musulmán, sería mejor resignarse a que virtualmente todos los países que lo conforman se vieran gobernados por dictadores. 

No se trata de una "solución" ideal, pero en vista de la negativa tajante de los países más poderosos y ricos a asumir responsabilidades costosas, puede argüirse que sería la menos mala, sobre todo si los norteamericanos y europeos lograran presionar a los "hombres fuertes" del futuro próximo para que sus regímenes resultaran ser menos atroces que los del pasado reciente. Puesto que ha sido tan patente el fracaso de la política de alentar a los presuntos "moderados" sin darles mucha ayuda militar o financiera, a los países occidentales no les queda más opción que la de procurar limitar el impacto en sus propias sociedades de los conflictos que están convulsionando otras partes del mundo.