Será por tal motivo que el multimillonario Donald Trump se ha erigido en el favorito para ganar la candidatura republicana a pesar de que, según todas las normas políticas tradicionales, no está en condiciones de gobernar bien una superpotencia. 

La situación en que se encuentran los demócratas norteamericanos parece un tanto menos alarmante, aunque sólo fuera porque los dos candidatos mejor ubicados, Hillary Clinton y Bernie Sanders, brindan la impresión de ser personas relativamente equilibradas en comparación con Trump, pero virtualmente nadie los cree políticos excepcionales. Si bien Clinton sigue siendo el favorito, no ha logrado distanciarse de Sanders, un veterano que dice ser un "socialista" y se afirma resuelto a castigar a Wall Street, como sus compatriotas llaman a "la patria financiera" de su país, que le está pisando los talones. Por lo tanto, es factible que en las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos se midan Trump y Sanders, una eventualidad que por razones comprensibles ya es motivo de inquietud en el resto del mundo, ya que ninguno parece estar a la altura del cargo que esperan desempeñar. Hasta hace poco muchos norteamericanos, tanto republicanos como demócratas, confiaban en que la popularidad de Trump y Sanders resultaría ser efímera, lo que haría posible la aparición de alternativas un tanto menos excéntricas, pero el cambio que preveían aún no se ha concretado.

El sistema político de Estados Unidos, lo mismo que el nuestro, es presidencialista, lo que, como hemos aprendido a través de los años, acarrea ciertas desventajas que se han consolidado merced a la evolución vertiginosa de las comunicaciones electrónicas. En el pasado, hubo muchos intermediarios entre el presidente y el pueblo que servían de filtros que eliminaban sistemáticamente a los claramente inadecuados, pero en la actualidad los políticos ambiciosos, sobre todo si son considerados "carismáticos", pueden prescindir de ellos, comunicándose directamente con el electorado. Desde su propio punto de vista es mejor así, pero puesto que la mayoría tiende a subestimar las dificultades que enfrentan los gobernantes y presta más atención a la personalidad de los candidatos que a sus propuestas, las contiendas electorales pueden degenerar en concursos de popularidad. 

El atractivo de Trump parece basarse en su voluntad de manifestar su desprecio por sus rivales y, como Sanders, de rebelarse contra el statu quo sin aclarar lo que haría para reemplazarlo por otro radicalmente distinto, lo que podría resultarle suficiente como para ganar la presidencia pero que, una vez alcanzado tal objetivo, lo haría un personaje muy peligroso.

He aquí una razón por la que el sistema parlamentario es superior al presidencialista: además de distribuir mejor el Poder Ejecutivo, hace más probable que los jefes máximos hayan tenido que merecer, y conservar, la aprobación de políticos que los conocen mucho mejor que la mayoría abrumadora de votantes que, de todos modos, en democracia tendrán la palabra final. Mientras que en países como Estados Unidos un "outsider" riquísimo como Trump, el que ha logrado aprovechar en beneficio propio la sensación difundida de que su país se ha equivocado de rumbo, puede irrumpir con facilidad notable para desplazar a todos los miembros del elenco político más o menos estable, en países de tradiciones parlamentarias sus equivalentes tendrían que esforzarse muchísimo más, explicando en detalle lo que se proponen hacer frente a políticos escépticos que serían reacios a correr demasiados riesgos. Si bien en ocasiones un improvisado podría llegar a encabezar el gobierno, la posibilidad de que ello ocurra es decididamente menor que en un país como Estados Unidos en que tanto depende de la imagen de los candidatos o de las pasiones a menudo pasajeras por las que se las arreglan para motivar.