07/03/2016 | Argentina - La inseguridad. Esa prioridad postergada.
Alberto Medina Mendez
No existe encuesta de opinión en la que este tema no ocupe el podio. En la inmensa mayoría de ellas, la inseguridad lidera el ranking de las preocupaciones cívicas. Sin embargo su abordaje siempre queda pospuesto.
Probablemente esto
tenga que ver con la percepción que tiene la política acerca de la escasa
chance de lograr triunfos en el corto plazo y su natural inclinación hacia
aquellos tópicos en los que puede torcer el rumbo con celeridad siempre dentro
del mandato del poderoso de turno.
Temáticas como la educación, la seguridad y otras tantas similares, que
ameritan enormes esfuerzos y cuyos resultados positivos no se consiguen con
rapidez, por exitosas que sean las decisiones tomadas, no entusiasman a la
clase dirigente. Prefieren ocuparse de aquello que genera impactos más
inmediatos como la economía o el reconocimiento de nuevos derechos.
Nadie desconoce el complejo entramado del problema de la inseguridad. Tiene
múltiples aristas, sus causas no son fáciles de enfrentar y las soluciones de
fondo demandan de tiempo y paciencia. Pero justamente por eso hay que arrancar
ahora, porque modificar esta inercia llevará décadas. El solo hecho de detener
la escalada justifica invertirle ingenio y dedicación.
No es que no se haga algo al respecto. Brotan, con alguna frecuencia,
propuestas interesantes, debates apasionados y hasta medidas concretas, pero
siempre son aisladas, divorciadas del conjunto, por lo que se torna difícil ser
optimistas con la eficacia de ese tipo de determinaciones.
Cierta tendencia a la simplificación termina enfocándose en un solo factor, por
eso muchos afirman que detrás de esta calamidad está la droga, sin comprender
que es uno de los tantos emergentes, pero no el único. Indudablemente es un
dato de la realidad, un síntoma entre otros, pero lejos está de explicar el
contexto contemporáneo de una sociedad en la que el robo, la violencia, el
odio, la intolerancia, el resentimiento, el desprecio por el otro y hasta el
homicidio, ya son moneda corriente.
No menos alarmante es dimensionar la dificultad para encontrar especialistas en
la materia. Claro que existen profesionales que saben y mucho, pero siempre
sobre un aspecto puntual de la problemática, sin esa mirada universal que se
precisa para una aproximación seria y responsable.
La situación de las cárceles como institución para recuperar ciudadanos y no
como herramienta para disciplinar individuos, la diversidad de leyes vigentes
muchas de ellas contradictorias, la infinita variedad de estimulantes
disponibles, la debilidad de la educación como instrumento para proveer
conocimientos, el deterioro de la institución familiar como formadora del
carácter, la siempre insuficiente capacitación y jerarquización del personal de
seguridad, la imprescindible incorporación de tecnología al servicio de la
comunidad, la puja entre los derechos individuales y la presunción de
culpabilidad, el funcionamiento del desprestigiado sistema judicial, la pobreza
enquistada que tampoco ayuda son solo una parte de una larga lista de asuntos
que deben asumirse de una vez por todas.
El problema es que esa descripción no es nueva y lleva décadas exactamente en
ese mismo lugar. Pese a ello, muchas de esas transformaciones ni siquiera se
han planteado. En esto siempre es tarde porque en este juego de postergaciones
eternas no solo se pierden bienes sino también vidas. El aplazamiento infinito,
este perverso esquema en el que la inseguridad nunca se encara, es
despiadadamente cruel.
Es tan grave lo que ocurre que se ha empezado a naturalizar lo inadmisible. Se
vive encerrado tras las rejas del hogar, con puertas que se aseguran, no solo
bajo llave, sino con nuevas técnicas que garanticen su inviolabilidad. Salir a
la calle implica asumir grandes riesgos personales, prepararse para saber por
dónde caminar, en que horarios y bajo qué circunstancias. Ocultar relojes,
pulseras o cadenas y evitar la manipulación de dispositivos tecnológicos para
no tentar a los delincuentes ya es parte de la rutina.
Definitivamente esa no es la vida a la que aspira un ciudadano medio que espera
que su gobierno, al menos proteja su derecho a la vida, a su libertad y a su
propiedad. Si bien esas deben ser las funciones fundamentales, la política
sigue jugando a discutir si el Estado debe ser empresario, constructor,
inversor o prestador de servicios no esenciales.
A no engañarse. Nada de esto sucede por casualidad. Tal vez la sociedad se ha
acostumbrado a vivir atemorizada, limitando su accionar cotidiano porque le
importa más resguardar su poder adquisitivo que la vida misma.
Es hora de que este asunto se ponga en el centro de la escena. No se puede
delegar semejante responsabilidad en manos de un funcionario o un área que solo
se dedique a los casos de mayor espectacularidad. La situación merece otra
actitud. Para eso la clase política, las distintas jurisdicciones y sobre todo,
la sociedad civil deben involucrarse y comprometerse.
El tema preocupa y mucho, sobre todo porque ni siquiera se dispone de un
diagnóstico contundente. Los ciudadanos deben reclamar con mucha fuerza, porque
la política es hipersensible a las demandas de la sociedad, siempre que esta
sea capaz de sostener su intensidad y no caiga en la dinámica espasmódica tan
habitual en estos tiempos. Lo hecho hasta acá es poco y a las luces de lo que
acontece a diario, evidentemente insuficiente. Lamentablemente la inseguridad
sigue siendo esa prioridad postergada.
Alberto Medina Mendez (Argentina)
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