Con todo, aunque no cabe duda de que los límites físicos que tanto impresionaban al Club de Roma existen y que hay que tomarlos en cuenta, en los países desarrollados por lo menos no parecen tan importantes. Merced al progreso tecnológico, ha sido posible descubrir y extraer mucho más petróleo y gas que en los años setenta, mientras que la agricultura ha experimentado una serie de revoluciones productivas. 

Asimismo, ha aumentado mucho el aporte de las partes más dinámicas de las distintas economías que se ven impulsadas por el ingenio humano: en la actualidad, las empresas más grandes, como Apple, que dependen casi por completo de la aplicación de ideas, ocupan el lugar que hasta hace poco era propio de los gigantes petroleros, mineros o automotores.

Parecería, pues, que el crecimiento económico es compatible con el respeto por el medioambiente ya que, al hacerse más eficientes, los productores de los bienes de consumo que hoy en día se consideran indispensables no necesitan tantos recursos materiales como en el pasado, pero ello no quiere decir que el mundo esté por entrar en una época de abundancia universal. Por el contrario, incluso entidades como el Fondo Monetario Internacional, cuyos voceros tienen forzosamente que asumir una postura optimista, creen que los años próximos resultarán ser muy difíciles por motivos ajenos a aquellos que suelen preocupar a los ecologistas. 

Casi todos los países, tanto los avanzados como los "emergentes", están en problemas porque sus gobiernos no han sabido combinar el crecimiento macroeconómico con un grado aceptable de equidad social. La lógica económica se ha separado de la lógica política. Para que el conjunto se haga más competitivo, es decir, para que produzca más, los economistas más influyentes entienden que sería necesario eliminar muchos derechos, comenzando con los laborales, que fueron adquiridos cuando las circunstancias eran diferentes, mientras que, por sus propias razones, los políticos quieren defenderlos. Si bien algunos teóricos insisten en que, a la larga, las sociedades más igualitarias propenderían a ser más dinámicas que las acostumbradas a la desigualdad, quienes se ven constreñidos a dar prioridad a cuestiones en su opinión más urgentes raramente prestan mucha atención a sus advertencias.

Durante varias décadas luego de la Segunda Guerra Mundial, los países relativamente avanzados de Europa, América del Norte y Asia oriental parecieron haber encontrado la forma de combinar el crecimiento económico con el progreso social. Y, hasta hace poco, muchos estaban convencidos de que lo lograrían China, Brasil y otros países emergentes. Sin embargo, ya es evidente que se trataba de una ilusión: en Estados Unidos y Europa la evolución económica no ha beneficiado a todos por igual, de ahí el protagonismo reciente de populistas rencorosos como Donald Trump y los "indignados" griegos y españoles, mientras que Brasil está hundiéndose en una crisis sociopolítica de desenlace incierto. 

Muchos temen que a China también le aguarde un período sumamente agitado al verse obligado el régimen nominalmente comunista a emprender una serie de ajustes que se verán resistidos por los perjudicados. Huelga decir que a la Argentina no le será dado superar con facilidad los problemas planteados por la necesidad de compatibilizar la búsqueda de "competitividad" por un lado y, por el otro, la de privilegiar la cohesión social tratando de combatir la pobreza con medidas concretas. 

Aunque parecería que el gobierno del presidente Mauricio Macri entiende que se trata de un dilema nada sencillo, a menos que pronto empiecen a llegar las inversiones cuantiosas que espera conseguir, no tardará en encontrarse en una situación parecida a las que tantos dolores de cabeza están dando a los gobiernos del sur de Europa, Brasil y muchos otros países golpeados por el desplome de los precios de las commodities en que reformas que se suponen económicamente imprescindibles son consideradas políticamente, e incluso moralmente, inaceptables.