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29/06/2016 | El Reino Unido habla ya en voz baja de otra consulta

Rafael Ramos

Boris Johnson se desmarca de Farage y Cameron pide calma

 

De entre las muchas paradojas del Brexit, una de las más hirientes es que el Reino Unido ha salido de la Unión Europea –y Europa misma puede resquebrajarse– por culpa de la batallita particular entre dos privilegiados de la misma generación cuya disputa se remonta a cuando estudiaban de niños en el exclusivo colegio de Eton, y de más mayorcitos en la Universidad de Oxford. Son, por supuesto, David Cameron y Boris Johnson, que entre ambos han roto la vajilla y no tienen ni idea de cómo juntar los pedazos.

El todavía primer ministro, en su primera comparecencia en los Comunes desde que sus compatriotas votaron la semana pasada por el Brexit, aceptó los argumentos para unas elecciones anticipadas. Al fin y al cabo, de los 635 integrantes de la cámara, más de quinientos se declaran eurófilos y partidarios de la permanencia en la UE, y muchos de ellos se podrían negar por razones pragmáticas o de conciencia a refrendar las toneladas de leyes que han de pasar por sus manos en los próximos años para que el Reino Unido “recupere su soberanía”. Es decir, para cambiar la legislación europea acumulada durante más de cuarenta años por legislación británica ad hoc.

Aunque las dificultades pueden ser insuperables, ya ha empezado a hablarse en los círculos políticos de Westminster de un segundo referéndum, tal vez al final del proceso negociador con Bruselas, para que el electorado refrende o rechace los términos de la nueva relación con la UE, que seguramente serán caros y duros si el Reino Unido pretende permanecer en el mercado único, o disfrutar de un trato comercial favorable. Personajes de los tres principales partidos han dejado flotar la idea: el expremier laborista Tony Blair, el exministro tory Michael Heseltine y el líder liberal demócrata Tim Farron. Más de tres millones de personas han firmado ya una petición en ese sentido.

Si no un nuevo referéndum –difícil pero no imposible, dada la cantidad de cosas que pueden y van a pasar–, lo que sí parecen inevitables son elecciones anticipadas que elijan un gobierno brexista. O que lo rechacen, y suman al país en la crisis constitucional de haber votado en referéndum la salida de Europa y entregado el poder a un partido (el Labour, si es que es capaz de poner la casa en orden) que ha hecho campaña por la permanencia en la UE. O, más complicado todavía, que no concedan a ninguno de ambos una mayoría absoluta, y les obligue a forjar una coalición. Los escenarios de pesadilla son múltiples.

Los brexistas no tienen plan B porque para empezar no tienen plan A. No esperaban ganar, carecen de programa y lo único que habían preparado eran panfletos llenos de retórica y de mentiras, como los 400 millones de euros que la UE cuesta cada semana a Londres, y cómo se invertiría ese dinero en sanidad, y los recortes a la inmigración que harían de un día para el otro. De todo ello se han desdicho ya. El referéndum no es vinculante, pero ignorarlo sería un suicidio político. Son como un ciervo que se queda paralizado en medio de la carretera cuando lo enfocan las luces de un coche. La única estrategia es llevarse la pelota al córner y perder tiempo, pero no en el último -minuto del partido, sino desde el primero.

En un artículo en The Daily Telegraph, Boris Johnson tiende puentes a los 16 millones largos de británicos que votaron por la permanencia, y se distancia de Nigel Farage, líder ultraderechista del UKIP. “Somos parte de Europa y lo vamos a seguir siendo –escribe–. Vamos a colaborar más que nunca en campos como las artes, las ciencias, las universidades y el medio ambiente, y los derechos de los ciudadanos de otros países de la UE que viven aquí estarán protegidos. Lo único que cambiará, y sin grandes prisas, es que el Reino Unido dejará de someterse a la opaca legislación procedente de Bruselas y Estrasburgo”.

Mientras nadie invoque el ar-tículo 50 del tratado de Lisboa, técnicamente es como si no hubiera pasado nada. Y se trata de un marrón que Cameron no se piensa comer, sino dejar como cáliz envenenado para su sucesor (con más gusto todavía si es Johnson). El mensaje es pedir calma y ganar tiempo. Es lo que hizo el ministro de Economía, George Osborne, el mismo que durante la campaña hablaba de la necesidad de un presupuesto de emergencia, pronosticaba una recesión, la pérdida de millones de puestos de trabajo, y que cada familia tendría que vivir con cinco mil euros menos. Ahora, sin embargo, dice que todo es color de rosa.

No para los mercados, que siguen castigando a la libra esterlina y la han llevado a su nivel más bajo en tres décadas. Ni para los bancos de la City, que preparan el éxodo a Frankfurt y París. Ni para las víctimas de una serie de ataques racistas desde que el país optó por marcharse de la UE, y que Cameron condenó como “despreciables” en su intervención en los Comunes. Los acontecimientos se suceden a toda marcha, y da la impresión de que nadie controla nada. Es como si Gran Bretaña fuera en un coche que cada vez adquiere más velocidad en una carretera llena de peligrosas curvas, y se ha quedado sin frenos.

La Vanguardia (España)

 



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