Los divorcios salen caros y además pueden resultar tempestuosos. Quizá los británicos no vivían tan mal en su matrimonio con la Unión Europea, pero ahora han elegido marcharse de casa y la separación acarreará un farragoso y duro proceso de negociaciones del que ambas partes pueden salir muy malparadas. Los europeos continentales de la UE –veintisiete países– se sienten abandonados y no es plausible pensar que cederán de buen grado a las aspiraciones de Londres.

La realidad es que tras la pírrica victoria del Brexit, la nueva primera ministra Theresa May tiene ante sí problemas descomunales dentro y fuera de casa y aunque ha recibido ya las protocolarias felicitaciones de Merkel y Hollande, ni en Alemania ni en Francia están dispuestos a que este divorcio los perjudique. Tampoco los restantes miembros de la UE ven con buenos ojos una separación que sacude el proceso europeo y los respectivos gobiernos pugnan ya por apropiarse de alguna parte de un patrimonio que hasta ahora es común. España piensa ya en reclamar la sede de la Autoridad Bancaria Europea o de la Agencia Europea del Medicamento, y otros países, también el nuestro, recibirían complacidos a los bancos que puedan querer marcharse de la City londinense.

Las negociaciones serán largas y Londres deberá añadir otros cuatro o cinco años para rehacer la legislación interior británica liberándola de la normativa comunitaria. Durante este periodo la economía de las islas sufrirá por la incertidumbre. Según Merrill Lynch, el Reino Unido entrará en recesión en el segundo semestre del 2016 y aunque ayer la libra se revalorizó por la decisión del Banco de Inglaterra de no tocar los tipos de interés, mientras la bolsa londinense alcanzaba máximos anuales, esto pueden ser sólo rebotes pasajeros que maquillan las debilidades de la economía británica. Hay que tener en cuenta que el proceso de salida podría alargarse hasta el 2018-2019, un tiempo en el que no se podrá cerrar la frontera a españoles, polacos o búlgaros. Tampoco está claro que el Reino Unido vaya a poder restringir la entrada a los europeos tras dejar la UE, especialmente si no quiere que el continente corte el paso a sus ciudadanos, productos y servicios.

A estos retos, Theresa May ha respondido con espíritu muy británico –está considerada una mujer luchadora y tenaz, también euroescéptica– con algunos nombramientos en su flamante Gabinete que no han sentado bien en la Europa comunitaria. El más significativo es el de Boris Johnson, el excéntrico exalcalde de Londres que lideró el movimiento por el Brexit desde las filas conservadoras, cuya presencia en las cancillerías no suscitará un cálido recibimiento. El otro es el titular del recién creado Secretariado para el Brexit, David Davis, experto en asuntos europeos que cuenta con sólidas antipatías entre sus futuros excolegas de la Unión. Davis adelantaba ayer mismo que la salida puede consumarse en diciembre del 2018.

Con todo, las relaciones de poder y la correlación de fuerzas en el seno del nuevo Gobierno tory no están del todo claras, igual que ocurre en el grupo parlamentario. Al nombrar a Johnson, May ha querido comprometerlo a la disciplina del Ejecutivo y evitar que “vaya por libre”. La última palabra en las negociaciones la tendrá la primera ministra y ello puede reducir el poder real del nuevo responsable de Exteriores en las discusiones de salida.