Hace unos días, la imagen de un pequeño de tres años rescatado de los escombros en Alepo se asomaba a las portadas de los diarios del mundo, erigido en símbolo de la tragedia de Siria. Hay algo de absurdo añadido en la imagen de un niño en medio de la guerra que provoca escalofríos.

Las fotos de las pequeñas víctimas de la guerra civil española dieron pie a una campaña internacional para sacarlos de allí: “Ayudemos a los niños españoles”, era el lema. Muchos de los niños del Winnipeg o los de Morelia y los de Moscú no volvieron a ver a sus familias. En los setenta, la imagen de Phuc, una niña vietnamita de 9 años que huía con la piel quemada por el napalm, dio la vuelta al mundo y meses después EE.UU. se retiró de Vietnam. Tuvo que morir Aylan en una playa turca –y tuvo que difundirse millones de veces la imagen de su pequeño cuerpo inerte– para que los líderes europeos se tomaran en serio (sólo un poco) a los refugiados sirios. Grupos rebeldes contra El Asad utilizan fotos de menores sujetando un cartel con un Pokémon y la frase “estoy en Siria, ven a salvarme”. Pero ha sido mayor el impacto de Omran, de tres años, el niño de Alepo. Ceniza, polvo y sangre cubren su rostro, y su mirada desconcertada transmite una profunda incomprensión. El fotógrafo que le inmortalizó ha captado a centenares de niños heridos y muertos, pero sólo Omran se ha hecho viral, como se dice ahora. No llora. Como si se le hubieran agotado las lágrimas hace mucho tiempo. Omran corrió por las redes sociales y amortiguamos escrúpulos a fuerza de compartir su foto, en unos días sepultada por otrosme gusta. Declarado símbolo de la guerra, su drama parece condenado a sacudir las conciencias durante unos pocos días y sólo en el mundo virtual.