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04/09/2006 | Los campeones de la moralina

Enrique Lacolla

El aherrojamiento del pensamiento y la distorsión del sentido que tienen las palabras es una de las plagas que afligen a nuestro tiempo. Es una de las lacras que nos ha regalado la moda de lo “políticamente correcto”.

 

Una vara de rigurosa moralina mide a quienes tratan de expresar alguna cosa que arriesga transgredir los parámetros de la verdad establecida, a la que se pretende inodora y aséptica.

La democracia, el pluralismo, el rechazo a la discriminación racial son valores esenciales e indispensables para el desarrollo humano, sin duda; pero cuando se los concibe como categorías abstractas y se los adecua a la escala de los requerimientos del sistema establecido, se los vacía de contenido y se los transforma en una camisa de fuerza que deforma la percepción de la realidad y amenaza aniquilar el sentido de la historia.

La escandalizada insurgencia de los bien pensantes contra el escritor alemán Günter Grass es un ejemplo de esta hipocresía disfrazada de intransigencia moral. En algún caso ha llevado a los impugnadores del autor de El tambor de hojalata a atribuirle a él, precisamente, el defecto del que ellos mismos hacen gala. Es decir, la “corrección política”, siendo que Grass, por el contrario, se ha distinguido por su militancia contra los parámetros que conforman al sistema económico, político y cultural que moldea a la sociedad capitalista. Según sus críticos, esa carrera contestataria sería la prueba de tal “corrección política”...

La excusa para el ataque al Nobel de Literatura de 1999 ha sido la admisión por éste, en su autobiografía, de haberse enrolado en las Waffen SS al final de la guerra, cuando tenía sólo 17 años. Reprochar esto a Grass, o incluso denunciarlo por haber mantenido oculto ese hecho a lo largo de su carrera, sería una demostración de tontería si no fuera porque tal ataque responde a los reflejos de muchos comunicadores y políticos que hicieron de la gazmoñería ideológica el instrumento para articular su conformismo con el estado de cosas, conformismo que les permite medrar o sostenerse en las posiciones expectantes que consiguieran.

La incapacidad, auténtica o fingida, para comprender la realidad y por consiguiente la historia, es el rasgo que identifica a esta gente. ¿Qué había de raro, a fines de 1944, en que un muchacho alemán buscara enrolarse para luchar por su país? La educación, la propaganda, la ignorancia de los hechos crudos de la guerra hacían factible que buscase por esa vía una salida al romanticismo adolescente.

Por otra parte, las Waffen SS no eran lo mismo que los Einsatzgruppen encargados de las operaciones de exterminio en Europa oriental. Aunque algunos de sus efectivos custodiaban los campos de concentración, eran, en su gran mayoría, junto a los paracaidistas, las más rudas unidades de combate a las que se enfrentaban las fuerzas aliadas, hecho consignado por el general Dwight Eisenhower, después presidente de Estados Unidos, en sus memorias de guerra.

Que Grass se avergonzase luego de la experiencia que implicó llevar ese uniforme, que quisiera ocultarla para preservar su carrera literaria, no hace sino dar más valor a su confesión tardía, pronunciada cuando el escritor se encuentra en condiciones de juzgar con más equilibrio su pasado. Y podría suponer una incitación a emularlo: los antecedentes familiares de una parte muy apreciable de los ciudadanos de la actual República Federal de Alemania con toda probabilidad deben guardar muchas historias parecidas.

El vacío de

la experiencia

El problema que se pone de manifiesto en el incidente Grass deviene entonces, más que del episodio en sí mismo, de la negación de la experiencia vivida o, como dijera John Berger a propósito de este caso, de “la negación estrepitosa de lo que tenemos íntimamente por real”.

Ésta es una de las maldiciones que pesan sobre el mundo actual. Detrás de la muralla de lo “políticamente correcto” se esconde una negativa al reconocimiento de la historia, en lo que ésta tiene de proyección existencial y en consecuencia de turbio, ambiguo, contradictorio y cambiante. Si no se discierne la estrecha relación que existe entre los movimientos de la psicología colectiva y las alternancias de un quehacer superestructural que se expresa en ideologías, en políticas económicas y en guerras, se hace difícil incidir sobre los hechos o, al menos, representárselos en su verdadera dimensión. Cosa que, a su vez, torna casi imposible operar con cierto grado de eficacia sobre la realidad.

Los apologistas de la moral absoluta sostienen ahora que Grass debería renunciar a los honores alcanzados con su trabajo para expiar esa “culpa” adolescente. La hipocresía de este planteo no tiene límite. En especial cuando lo esgrimen quienes comulgan con todas las aberraciones del presente.

La Voz del Interior (Argentina)

 



 
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