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29/11/2016 | Opinión - Editorial: La revolución fracasada

La Razón (Es) Staff

Esperar que la Historia juzgue a Castro es concederle una prerrogativa especial: las dictaduras son siempre un retroceso. Él formará parte por derecho propio de la lista de tiranos que han marcado el siglo pasado, su nombre será sin duda recordado en las heroicas crónicas del comunismo y en los anales de Cuba, un país al que ha marcado y que se merece un futuro mejor; pero no estará entre los líderes que han luchado por un mundo libre y mejor.

 

Sabemos por experiencia que la muerte de un dictador resuelve una parte importante del problema, pero no todo el problema. La desaparición, a los 90 años de edad, de Fidel Castro era una condición necesaria para que Cuba conquistase un futuro democrático y plenamente libre, pero las dictaduras se sostienen sobre una casta burocrática y estamental, incapaz de reformarse. El «hecho biológico» ha tenido lugar en el momento en el que el régimen castrista daba sus últimas bocanadas, exhausto tras el fracaso de una revolución que ha condenado a los cubanos a la pobreza y que, al final, ha tenido que buscar el acuerdo en el denostado mundo capitalista para subsistir. Castro representaba los restos de las aventuras totalitarias del siglo XX, de un comunismo que ha evidenciado su incapacidad para crear sociedades prósperas, abiertas y libres, pues los hechos han demostrado que sólo la democracia puede traer el bienestar. Tras el desmoronamiento de la Rusia soviética, Cuba quedó como una anomalía histórica que buscaba perpetuarse a toda costa pidiendo un sacrificio más a su pueblo en aras de un comunismo que lo redimiría de la penuria.

Esperar que la Historia juzgue a Castro es concederle una prerrogativa especial: las dictaduras son siempre un retroceso. Él formará parte por derecho propio de la lista de tiranos que han marcado el siglo pasado, su nombre será sin duda recordado en las heroicas crónicas del comunismo y en los anales de Cuba, un país al que ha marcado y que se merece un futuro mejor; pero no estará entre los líderes que han luchado por un mundo libre y mejor. Castro ha sido un liberticida que consideró que la libertad se podía sacrificar en nombre de una sociedad «justa», pero el tiempo ha pasado y los dramas épicos construidos en nombre del marxismo-leninismo, del fascismo o de la más quimérica de las ideologías son solo dramas humanos. Ninguna causa política merece el sufrimiento y la muerte de un sólo inocente. Castro administró hasta sus últimos días en el poder absoluto la represión de sus opositores con el barroquismo de los caudillos latinoamericanos al grito de «¡patria o muerte!» y gracias también a esa complicidad que tan generosamente encontró en una izquierda acomodada y biempensante. En los orígenes de la Revolución está la semilla de un régimen totalitario que pronto renunció a los principios democráticos y a la restauración de la Constitución de 1940, que abolió el dictador Fulgencio Batista –muy inspirada, por cierto, en la española de 1931– y optó por el partido único, siguiendo el modelo comunista más ortodoxo. Como tantas veces han recordado los viejos y generosos revolucionarios cubanos –y luego defenestrados–, Castró liquidó aquellos principios y se puso al servicio de la URSS como un peón más dentro de la Guerra Fría. Para entonces, la Revolución cubana no tenía más objetivo que mantener el hiperliderazgo de Castro, basado en la idea de que el comunismo obligaba al hundimiento económico de Cuba, un país totalmente dependiente de los soviéticos y convertido en un «parque temático» para el ocio revolucionario internacional. De los 47 años que estuvo al mando de Cuba, desde el 1 de enero de 1959 hasta el 31 de julio de 2006, cuando cedió el poder a su hermano Raúl, no ha habido ni un solo cambio en su posición política: ni el bloqueo ni las severas restricciones en los productos de alimentación básicos ni la humillante ola de ciudadanos que se vieron obligados a abandonar la isla en balsas en busca de un futuro mejor le obligaron a rectificar.

La muerte de Fidel Castro despeja definitivamente el futuro, que no puede ser otro que la restitución plena de las libertades democráticas. La agenda del cambio político está marcada por la normalización de las relaciones comerciales entre Estados Unidos y Cuba, según el acuerdo en el que se empeñó Barack Obama. La Unión Europea debe tener un papel activo y cerrar el tratado de cooperación con la isla que tiene en cartera, algo por lo que España, dado nuestro vínculo histórico, debe velar. Es la hora de la oposición democrática cubana, de forjar su unidad y saber estar a la altura de las circunstancias y encontrar su lugar con el objetivo de fraguar una verdadera reconciliación entre los cubanos. Sabemos también por experiencia que la transición hacia la democracia sólo puede asegurar su éxito si el objetivo final son las libertades públicas.





La Razón (España)

 



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