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18/01/2017 | Colombia - El fin del ¨Bronx¨, la cloaca criminal de Bogotá

Rafael Croda

Asesinato, secuestro, extorsión, venta de droga, prostitución infantil, elaboración de licor adulterado, alquiler o venta de armas y pertrechos de guerra, comercio de celulares y autopartes robados… todo eso era el Bronx, ese santuario que el crimen organizado mantenía en pleno centro de la capital colombiana, a pocas cuadras del Palacio de Gobierno o de la Alcaldía. El pasado mayo un operativo conjunto policiaco y militar tomó por asalto ese pequeño “paraíso criminal”.

 

BOGOTÁ.- Son las cinco y media de la mañana y, como si la noche estuviera comenzando, las discotecas del Bronx rebosan de jóvenes que bailan reguetón. Es sábado y el estruendo de la música se escucha varias calles más allá de ese sector de cuatro cuadras habitado por 2 mil 500 indigentes adictos a las drogas.

A esa hora algunos de ellos duermen en la calle, entre charcos y basura. Otros fuman basuco (droga elaborada con residuos de cocaína procesados con éter, cloroformo, bicarbonato de sodio y hasta polvo de ladrillo) o viven la exaltación que les produce esa sustancia jugando en maquinitas tragamonedas en varios pequeños locales que nunca cierran.

Los expendios o “taquillas” de drogas y un par de bares miserables en penumbras están en plena actividad.

Los pistoleros o sayayines de los “ganchos” (organizaciones criminales) adueñados del Bronx –Mosco, Manguera, Nacional, América y Morado– custodian las tres bocacalles de ingreso al área, auxiliados por una veintena de campaneros (vigilantes) diseminados dentro y fuera del perímetro bajo su control.

Algunos de ellos ven pasar por la Calle 9 dos camiones de carga que doblan a la derecha en la Carrera 16 y se estacionan frente a uno de los comercios de esa céntrica zona de la capital colombiana. El abastecimiento a los negocios va a comenzar.

Dentro del Bronx la rumba es permanente. A esa hora las pequeñas barras de las discotecas Hulk, Tinytunes y Millonarios parecen concurridas tiendas de barrio. Quienes las atienden sacan de abajo del mostrador, de anaqueles a sus espaldas y de sus bolsillos, sobrecitos con basuco, mariguana y cocaína que entregan a su clientela adolescente.

También ponen sobre las barras botellas de aguardiente, ron o whisky que los muchachos provenientes de los barrios marginales de Bogotá compran para llevar a sus mesas. Son licores elaborados con azúcares fermentados en las “cocinas” de los viejos edificios del Bronx.

En la discoteca Millonarios, esa madrugada se venden unas “pepas” (drogas sintéticas) azules por 5 mil pesos colombianos (un dólar y medio). Un puñado de ellas pone a correr en la pista de baile, de un lado a otro, esquivando a los danzantes, a dos jovencitas de no más de 15 años vestidas con blusas entalladas y cortas.

Un agente infiltrado de la policía que presencia la escena observa cómo una de las jóvenes se sube a una mesa, se alza la blusa y comienza brincar hasta caer de bruces. Tras unos segundos de confusión, se levanta del piso frotándose la sangre que le brota de la nariz y sigue corriendo sin la blusa por la pista de baile de la discoteca.

El agente cree –y así lo escribiría posteriormente en su reporte– que ni la pista de baile ni la discoteca son dignas de ser llamadas así.

En el piso de Millonarios hay condones usados, papeletas vacías de basuco, ratas que se deslizan hacia los restos de orines y heces. El policía piensa –y luego lo escribiría así en su reporte– que el olor en esa discoteca es “una cosa tan repulsiva, que provoca trasbocar”.

Millonarios es una fiesta sin restricciones y continua. Una vez adentro hay una regla básica: no meterse con nadie. La violencia en esa discoteca es monopolio exclusivo de los cuatro sayayines que controlan el lugar, todos ellos con revólveres al cinto y dos con escopetas recortadas en la mano.

Los pistoleros son parte del aparato de seguridad del gancho Mosco –el más poderoso del Bronx–, y el policía encubierto, que lleva semanas frecuentando las madrigueras del sector, lo sabe muy bien.

Cuestión de honor

Un tráiler que transita por la avenida Caracas gira a la derecha en la Calle 9, pasa a un lado del Bronx y se estaciona media cuadra adelante, como uno de los tantos transportes de carga que a esa hora comienzan a entregar mercancía en las bodegas de la zona. Son las 5:35 de la mañana del 28 de mayo de 2016.

En sólo tres minutos del tráiler bajan unos 180 policías de las fuerzas especiales y ocupan las dos entradas al Bronx que dan a esa calle. Simultáneamente otros 360 comandos con uniformes de combate controlan el acceso que queda del otro lado, en la Calle 10 con la Carrera 15 Bis, y entran con sus fusiles de asalto al frente.

Unos 30 sayayines que vigilan las entradas corren a ocultarse en los edificios de los ganchos Mosco, Manguera y Morado, o se confunden entre los indigentes.

En pocos minutos llegan al Bronx, en camionetas y patrullas, más policías antimotines y de las fuerzas de operaciones especiales, así como agentes del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía y soldados.

A las 5:45 de la mañana el operativo de asalto a esa zona –denominada por el propio alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, como “una república independiente del crimen”– avanza de acuerdo con lo planeado.

Los 2 mil 920 efectivos –350 del CTI, 2 mil 250 policías y 320 militares– están desplegados en las cuatro cuadras del Bronx, tienen el control de las calles y los grupos de comandos comienzan a asaltar los centros operativos de los ganchos.

Con explosivos plásticos G-4 derriban puertas blindadas y entran en fila a los intrincados edificios donde esas bandas criminales manejan sus productos y servicios. Allí tienen niños y niñas sometidos a la explotación sexual, centros de tortura, decenas de cuartuchos que alquilan a los adictos y habitaciones con paredes metálicas donde almacenan drogas, armas y dinero.

Las fuerzas de asalto tienen croquis muy precisos de la mayoría de los 42 inmuebles del Bronx, pero saben que disponen de pocos minutos para llegar a los principales cabecillas de los ganchos y someter a los sayayines.

Un minucioso trabajo de inteligencia desarrollado durante los meses previos permitió al CTI y a la Policía Metropolitana de Bogotá conocer los puntos medulares de esa “olla” (zona urbana dedicada a la venta y al consumo masivo de drogas), localizada a nueve cuadras de la Presidencia de Colombia, a siete de la Alcaldía y a espaldas del cuartel militar Ayacucho.

La policía y el CTI habían infiltrado agentes que se hicieron pasar por indigentes y drogadictos que, además de recopilar información sobre las operaciones y los cabecillas de los ganchos, sembraron todo el Bronx con cámaras y micrófonos diminutos que permitían a las autoridades monitorear en tiempo real algunos movimientos de las bandas.

“Logramos identificar quiénes eran los campaneros y los sayayines de los ganchos, así como sus taquillas, sus manejos financieros, cómo movían la droga, de dónde la traían, cómo la vendían y quiénes eran sus clientes”, dice a Proceso Julián Quintana, quien era director nacional del CTI –la policía judicial de la Fiscalía– en ese entonces.

Para Quintana, la toma del Bronx era una cuestión de honor. En mayo de 2015 dos de sus agentes habían sido secuestrados por el gancho Mosco, el más poderoso de esa zona y el cual abastece de basuco, mariguana, cocaína, heroína y drogas químicas a otras ollas de Bogotá y de las principales ciudades de Colombia.

Los agentes del CTI, una mujer y un hombre que investigaban vestidos de civil la desaparición de un menor en las inmediaciones, fueron descubiertos por sayayines del gancho Mosco. A las 8:40 de la mañana del 26 de mayo de 2015, los pistoleros llevaron a los policías judiciales a un viejo edificio de cuatro pisos del Bronx conocido como el Amarillo.

Unos 20 sayayines se plantaron frente a los agentes, tras amarrarlos con cables a dos sillas. Algunos cargaban al hombro fusiles AK-47 y metralletas Mini Uzi.

“Entonces les dicen que los van a matar, que qué hacían allí, que cuál era la misión que les había encomendado la Fiscalía. Ellos dijeron que buscaban a un desaparecido, pero no les creyeron y les insisten: ‘Si no hablan, los vamos a matar’. Sacaron revólveres, machetes y cuchillos gigantes, y hacían como que iban a disparar o a picarlos”, cuenta Quintana.

Les pusieron las manos en el piso y con un machete amagaban con cortarles los dedos. “Si usted no habla, le vamos a quitar dedo por dedo”, le dijo a la agente un sayayín que usaba una máscara de payaso y que después sería identificado por un informante del CTI como Ronald Andrés Steven Pacanchipe, alias Payaso Rojo.

Jugando a la ruleta rusa

Como los agentes secuestrados en el Bronx insistían en su versión, los pistoleros les amarraron en el cuello sogas que colgaban de unas poleas fijadas en el techo. Los sayayines comenzaron a jalar las sogas, para ahorcar a los agentes. Cuando sentían que estaban cerca de la asfixia, los soltaban. Esa acción la repitieron varias veces.

“Como no hablaron, los bajaron y comenzaron a jugar con ellos con un revolver a la ruleta rusa. Tomaban una bala, la ponían en el cilindro, lo giraban, les ponían el revolver en la cabeza y disparaban. Estuvieron muy cerca de morir”, asegura Quintana, un experimentado exfiscal, exagente del CTI y abogado penalista.

Cuando iban a violar a la agente, tras ocho horas de tortura, un sayayín avezado en informática recuperó del teléfono celular del policía judicial un mensaje que había sido borrado y el cual sugería que instantes antes del secuestro había dado aviso a su central de que un grupo de pistoleros se acercaban a él.

“Por eso no los mataron, porque creyeron que nosotros ya estábamos buscando a nuestros agentes en la zona y que íbamos a asaltar el Bronx para rescatarlos”, señala Quintana.

A las cinco de la tarde de ese día los agentes fueron liberados. Antes, los sicarios del gancho Mosco les quitaron sus documentos personales, les pidieron las direcciones de sus viviendas, los nombres de sus hijos, de sus cónyuges y de sus familiares más cercanos.

Todos esos datos los corroboraron con llamadas telefónicas a algunas de esas personas.

“Si hablan, los vamos a matar a ustedes, a sus hijos y hasta a sus abuelitas”, advirtió Payaso Rojo a los policías del CTI antes de liberarlos.

Esa misma noche del 26 de mayo de 2015, en su despacho de la Fiscalía, Julián Quintana escuchó el relato de boca de sus agentes.

Tras sacar de Bogotá a los agentes recién liberados y a varios de sus familiares mediante el programa de máxima protección que tiene la Fiscalía, Quintana le pidió al fiscal general de la época, Eduardo Montealegre, luz verde para actuar.

Con el aval de éste puso en marcha una gran operación de investigación e inteligencia que le permitió tener listas en pocos días varias órdenes de aprehensión contra pistoleros del Bronx por los delitos de secuestro agravado, tortura y amenazas.

Pero para el CTI, que es un organismo de investigación judicial y no un cuerpo de choque, era imposible ingresar al Bronx sin el apoyo de la Policía Metropolitana de Bogotá y el Ejército, y sin la coordinación absoluta con esas dos instituciones.

Tocando puertas

En agosto de 2015 Quintana pidió una cita con el entonces alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, para presentarle los resultados de la más completa investigación que se había hecho sobre el Bronx, en cuyas cuatro cuadras confluían fenómenos criminales como la esclavitud sexual infantil, el tráfico de drogas y de armas, las torturas, los secuestros, los homicidios y el control territorial absoluto por parte de bandas con pistoleros formados por grupos paramilitares.

Quintana fue recibido por la secretaria general de la Alcaldía, Martha Lucía Zamora, quien le dijo que Bogotá no tenía capacidad para embarcarse en una operación de las dimensiones que proponía el director del CTI.

El plan, dice Quintana, era ocupar el Bronx, capturar a los jefes y los sayayines de los ganchos, desmantelar a esas organizaciones delictivas, intervenir sus finanzas, rescatar a los 2 mil 500 drogadictos que viven allí, confiscar los edificios del sector y recuperar urbanísticamente esa zona.

El director del CTI ya tenía listo el expediente judicial para proceder con las capturas y con la incautación de los inmuebles, pero Zamora insistió en que la Alcaldía bogotana carecía de infraestructura para dar albergue, alimentación y tratamiento a los 2 mil 500 adictos que habitaban el Bronx.

La realidad es que la Alcaldía de Gustavo Petro no tenía incentivos políticos para realizar una intervención en ese sitio. Ya en 2013 había ordenado a la Policía Metropolitana ocupar el Bronx y hasta fue capturado Óscar Alcántara González, Mosquito, fundador y líder del gancho Mosco. Pero en cuestión de meses, el sector volvió a ser una cloaca criminal.

Además, Petro, un controvertido político de izquierda que tiene aspiraciones presidenciales y que sostuvo fuertes polémicas con las élites bogotanas, estaba en agosto de 2015 a sólo cuatro meses de concluir su mandato como alcalde y no parecía muy redituable que en esas circunstancias intentara una nueva ocupación de la olla más grande del país.

Sobre todo, porque sus numerosos críticos tendrían la mesa puesta para calificar como un fracaso la intervención de dos años antes.

El 1 de enero de 2016 tomó posesión como alcalde de Bogotá Enrique Peñalosa, quien nombró secretario de Seguridad al economista Daniel Mejía, uno de los más reconocidos expertos colombianos en crimen organizado y políticas sobre drogas.

Mejía, cuyo salto de la academia a la administración pública resultó sorpresivo, recibió a Quintana en su oficina la segunda quincena de enero. El director del CTI le presentó los resultados de su investigación, le dijo que no era posible tolerar la existencia, en pleno centro de Bogotá, de un sitio dominado por el crimen organizado, y le propuso actuar ya.

–Tenemos todo listo, pero no lo podemos hacer solos. ¿Está dispuesto a medírsele a esto? –preguntó Quintana.

–Sí –respondió Mejía–, pero ésta tiene que ser la intervención definitiva. No sólo queremos capturar a las personas que secuestraron a los agentes e irnos. Tenemos que retomar completamente el Bronx.

La toma

Durante febrero, marzo y abril de 2016, el CTI, la Policía Metropolitana y el Ejército planificaron coordinadamente el operativo. Aun con toda la información recopilada por las autoridades, lo que más sorprendió la madrugada del 28 de mayo pasado no fue que las fuerzas de asalto hubieran terminado el operativo sin disparar un solo tiro, sino las dimensiones de la empresa criminal ahí enquistada.

En los 40 inmuebles allanados, los comandos rescataron a 163 niñas y niños de entre nueve y 17 años que los ganchos sometían a explotación sexual. Los reclutaban en escuelas del sur de Bogotá y en las mismas discotecas del Bronx, principalmente en Millonarios. Jóvenes proxenetas de los ganchos los invitaban a fiestas en el Bronx que duraban días y en las que les ofrecían estupefacientes gratis. Primero mariguana con licor. Luego basuco, que engancha casi de inmediato a quienes la consumen.

Una vez enganchados, los proxenetas les presentaban a los menores de edad cuentas de cobro de 100 o 200 dólares y les decían que la única forma de evitar la muerte por esas deudas era pagarlas prostituyéndose. Los servicios sexuales de los niños eran ofrecidos a clientes de altos ingresos a través de redes sociales y páginas de internet.

Y cualquier visitante o habitante del Bronx que tuviera 30 mil pesos (10 dólares) podía disponer de un niño o una niña durante horas.

Los asesinatos y las torturas eran parte de la cotidianidad del Bronx. Los ganchos los usaban como mecanismos de control. El que se retrasaba en los pagos, era torturado. El que robaba la drogas a otros adictos, también. El reincidente moría, generalmente apuñalado.

“Una puñalada no hace ruido, y si la hundes en la panza y desgarras las tripas, no falla”, dice Víctor, un exhabitante del Bronx, al describir esa depurada técnica de muerte.

Afirma que casi todos los días había muertos allí, “y a veces dos o tres”. Los cuerpos los sacaban desmembrados en bolsas de basura, por las alcantarillas, o en “zorras”, como llaman en Bogotá a las carretas que usan los pepenadores para transportar cartón y deshechos.

Según la investigación del CTI, el Bronx llegó a mover unos 300 millones de pesos colombianos al día, alrededor de 100 mil dólares. Eso significa que, cada mes, los ganchos tenían rentas criminales por 3 millones de dólares. Y por 30 millones de dólares cada año.

El catálogo de productos y servicios criminales incluía prostitución, tráfico de drogas, elaboración de licor adulterado, alquiler y venta de armas y pertrechos de guerra, extorsión, secuestro, comercio de celulares y autopartes robados y tragamonedas.

Los hallazgos

En la toma del Bronx los policías capturaron a 16 cabecillas de los ganchos, entre ellos a Payaso Rojo y a Teódulo Arango Montoya, jefe de finanzas de la banda Mosco. Además confiscaron 31 armas, 100 mil dosis de diferentes drogas, 970 máquinas tragamonedas, 297 kilos de monedas y 40 millones de pesos en billetes de baja denominación (apenas 13 mil 500 dólares).

De acuerdo con Mejía, a pesar de la eficacia y rapidez del operativo, los ganchos alcanzaron a sacar grandes cantidades de dinero y de fusiles de asalto por un túnel que los servicios de inteligencia de la policía y el CTI no lograron detectar.

Se trata de una amplia construcción subterránea, de unos 100 metros de largo, que comunicaba una de las casas del Bronx con una bodega textil en una calle paralela, a una cuadra del perímetro criminal. Por ahí, dice Mejía, los ganchos ingresaban la droga y sacaban el dinero.

El secretario de Seguridad considera que varios cabecillas, cargados de armas y dinero, pudieron escapar por ese ducto durante los primeros minutos del operativo de la madrugada del 28 de mayo pasado.

La verdad es que ni Mejía ni Quintana, los principales autores de esa intervención y quienes conocían en detalle toda la información que habían logrado recopilar los investigadores, llegaron a imaginar el calibre de los hallazgos que ese día hicieron en el Bronx las fuerzas de choque.

Los ganchos tenían cuartos de tortura con manchones de sangre coagulada en el piso. Había tambos con ácido que eran usados para desintegrar cadáveres. Y cuartos con rejas en los que encerraban a secuestrados y drogadictos que causaban desórdenes.

Uno de los descubrimientos que más sorprendió a Quintana fue un foso construido en el cuarto piso del búnker del gancho Mosco y en el cual había más de 10 perros pit bull, dóberman y rottweiler a los que mantenían sin comer varios días.

“Esto, con el propósito de usarlos para torturar, y seguramente matar, a sus enemigos o a habitantes del Bronx que no cumplían sus reglas. Era un piso completo para los perros. Los tenían en un foso, enrejado por arriba, y ahí echaban a la gente”, dice Quintana.

A Mejía le impactó, sobre todo, la cantidad de niños que encontró drogados en las mazmorras de las mafias. “No tenían más de 12, 13, 14 años… muchos estaban idos”, asegura.

“Estos ganchos tenían asociaciones obvias con cárteles que les distribuían a gran escala las drogas, pero estamos en esa investigación, y ahí pueden estar los cárteles mexicanos”, señala.

Quintana explica que el CTI tiene información de que existen nexos entre el Cártel de Sinaloa y las mafias del Bronx, que siguen actuando en otras ollas de Bogotá, “pero son testimonios que hay que verificar”.

El Bronx, como cuartel general del crimen organizado de Bogotá, ya es historia. Tras la ocupación del 28 de mayo, todos sus inmuebles y sus calles, fueron desalojados. Todavía se ven allí escombros de las láminas oxidadas y de las maderas que usaban para guarecerse de la lluvia los indigentes y adictos a las drogas. Las edificaciones de los ganchos están en proceso de extinción de dominio por parte de la Fiscalía o fueron declaradas en riesgo de colapso y la Alcaldía las va a expropiar.

Proceso (Mexico)

 



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