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02/03/2017 | Jean-Claude Juncker y la exquisita equidistancia

Pablo Rodriguez Suanzes

En la batalla de las ideas sobre el futuro de Europa, la moderación y el apaciguamiento son cualquier cosa salvo una virtud.

 

 En política, en el mundo real, los compromisos y las cesiones son la única forma de lograr acuerdos y avances. Pero si en lo que respecta a los principios y los valores, los representantes de 500 millones de ciudadanos se esconden para no sufrir los ataques de aquellos que los detestan y optan por ponerse de perfil para no ser tildados despectivamente de idealistas o utópicos, la derrota está asegurada.

Los defensores de la UE (y sobre todo los partidarios de una UE cada vez más integrada y unida) juegan con una mano atada a la espalda. En tiempos normales sería una incomodidad, pero cuando el futuro del continente está en entredicho es un problema gravísimo. Los euroescépticos, los eurófobos y los que abogan por una Unión de mínimos, centrada en los intercambios comerciales y poco más, tienen un mensaje corto, sencillo y clarísimo, hablan con absoluta libertad, con convicción y llegan a un público receptivo tras una década de crisis económica. Tengan o no argumentos sólidos y datos que los respalden, no dudan.

Los abogados de Europa, de la UE, de la integración y la profundización, en cambio, no. Tras años de palos y fracasos están llenos de complejos. Han interiorizado tanto la necesidad de ser "realistas" que el pesimismo les constriñe y creen o lo parece que hacer política significa, de entrada, renunciar a su discurso.

El Libro Blanco de la Comisión Europea

 Ayer, el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, presentó su Libro Blanco, un documento corto con un abanico de escenarios hasta 2025. El luxemburgués cree que, tras Brexit, la UE debe posicionarse, decidir su futuro, y su documento quiere pasar a la posteridad como "el certificado de nacimiento de la UE a 27". El problema es que Juncker, en su gran aportación al debate, no dice lo que piensa. Propone cinco escenarios diferentes  para la Unión (seguir como estamos, apostar sólo por un mercado único, la Europa de las múltiples velocidades, una vía federalizando todo lo que se pueda y devolviendo a los Estados el resto y una puramente federal), pero los trata a todos por igual. Da el mismo peso y viabilidad al sueño de toda su vida y a lo que supondría renunciar a 60 años de esfuerzos para volver a ser simplemente  una comunidad económica. Hay tanta cobardía que en vez de llamar la 'opción Juncker' a la vía federal lo han bautizado, sottovoce, como la 'opción Verhofstadt'.

El presidente está prisionero, atrapado. Si toma partido por una idea sus enemigos harán todo lo posible para destrozarla. Los tabloides británicos se escandalizarían ante una Bruselas acaparadora de poder arrebatando soberanía a los legítimos estados. Los países del Este denunciarían el intento de imponer el "pensamiento único" (y cuotas de refugiados). Los halcones saltarían, viendo una maniobra encubierta para lanzar eurobonos y proteger a los vagos del sur que no quieren cumplir el déficit. Y eso ha llevado a Juncker a una exquisita equidistancia. Comprensible, pero triste.

En su presentación en la Eurocámara, varios diputados le reprendieron por no explicitar en el Libro Blanco sus -por otro lado más que conocidas- preferencias. Y él replicó "mierda, ¿qué quiere usted que hagamos?". La respuesta corta: lo contrario de hasta ahora. En dos años y medio de legislatura lo han hecho sistemáticamente al revés, presionando demasiado en las políticas y demasiado poco en las ideas. Obstinándose en las propuestas concretas (desde el rescate griego al debate para refugiados), a pesar de que sabían que se iban a estrellar, y cediendo la iniciativa en los principios y valores (como el acuerdo con Turquía o los controles fronterizos).

El debate que propone Juncker es más que necesario, pero el momento, en un año de elecciones críticas en Holanda, Francia, Alemania y probablemente Italia y con Donald Trump en Washington, no puede ser más inoportuno. Berlín tiene inmovilizado al luxemburgués. Cada paso que intenta encuentra un "nein", un muro. Los eurodiputados y los think tanks bruselenses le exigen que avance, y él responde "los primer ministros socialistas piensan lo contrario de lo que ustedes me dicen". Y lleva razón. Grita que nadie "fuera de la burbuja de Bruselas" quiere cambiar los Tratados. Y lleva razón. Cree que con Reino Unido se irán los pesimistas de la UE y que los que quedan, realistas, quieren centrarse en empleos y crecimiento. Y lleva razón, pero se equivoca.

La postura de los Estados Miembros es de sobra conocida. La tensión entre las capitales y las instituciones, también. Juncker quiere poner la pelota en el tejado de los 27 .Que los líderes se mojen, asuman responsabilidades y dejen de culpar de todo a las instituciones comunitarias. Pero si de entrada cede el escenario, las reglas y deja escoger las armas, el duelo es imposible de ganar. Si Europa debe echar el freno que sea porque es lo mejor, lo menos malo o lo único posible. Que sea porque promesas como la de Draghi no son al final suficientes. Pero que no sea por miedo al qué dirán.


El Mundo (España)

 



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