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02/03/2017 | 2018 mexicano

Luis Rubio

El 2018 llegó temprano gracias a Peña y a Trump, una combinación que resulta letal para las expectativas, miedos, ánimos y, sobre todo, el futuro, porque parece allanar el camino, de manera inexorable, para la presidencia de López Obrador. Esta aparente causalidad se ve reflejada en las encuestas, mismas que el propio AMLO ha procurado convertir, con enorme habilidad, en una profecía que se auto cumple. ¿Será así de fácil?

 

Parafraseando a H. L. Mencken, “para cada problema hay una solución simple, clara y equivocada” y ésta no es la excepción. El argumento a favor de AMLO se sustenta en cinco elementos: primero, ‘ya probamos al PRI, ya probamos al PAN, ya volvió el PRI y sigue sin funcionar.” Segundo, sólo él, un nacionalista de cepa, nos puede defender de Trump; tercero, no hay candidatos creíbles en los otros partidos; cuarto, así lo dicen las encuestas; y, finalmente, le toca. El comportamiento “presidencial” del candidato contribuye a esta fotografía.

Las encuestas dicen muchas cosas pero, a quince meses de las elecciones, son poco relevantes, máxime cuando los indecisos son, con mucho, el mayor bloque del electorado. Con un solo candidato en el panorama, las encuestas de este momento favorecen todos los prejuicios y sirven para manipular la discusión pública.

El argumento en contra del PRI radica en que este gobierno ha sido un fracaso, la popularidad del presidente hace imposible que surja un sucesor de sus filas, la corrupción ahoga al país y a todos sus potenciales candidatos y en que, a pesar de su promesa de ser un gobierno eficaz, luego de las reformas no ha dado una. Si lo anterior no fuese suficiente, en su obsesión por preservarse en el poder, el gobierno ha politizado todas sus acciones, al grado de cometer suicidio en las elecciones de junio pasado y posponer la actualización de los precios de la gasolina. En consecuencia, dice el mantra político, no hay forma que un priista pudiera ganar.

El argumento en contra del PAN reside en que sus pleitos internos lo anulan, que no existe un candidato carismático capaz de entusiasmar a la ciudadanía y, sobre todo, que ha probado ser -históricamente- un gran partido de oposición, pero uno incapaz de gobernar con efectividad.

En suma, parecería que son innecesarias las elecciones del año próximo porque se trata de un hecho consumado. Yo me pregunto si esto es de verdad tan obvio. Más allá de los evidentes avatares de cualquier contienda -los aciertos y los errores, la suerte y la mala suerte, las circunstancias económicas, y el humor de los votantes a la hora de votar- a mí me parece que es el PRI quien determinará el resultado de la elección y no AMLO.

En primer lugar, las contiendas de más de dos candidatos y una sola vuelta electoral siempre acaban siendo de dos, casi una ley de hierro de la política. En este sentido, la interrogante clave es si la contienda acabará siendo entre PRI y Morena o entre Morena y el PAN. Ceteris paribus, parece evidente que AMLO va a ser el “elefante en el salón,” el candidato a vencer.

En segundo lugar, la característica medular del momento actual es la fragmentación del electorado. En principio, hoy todos los partidos pueden ganar pues, en contraste con el pasado, el electorado ya no tiene lealtades permanentes. En adición a ello, la aparición de los independientes -uno o muchos- como candidatos a la presidencia sin partido, agrega tanto a la dispersión del voto como a su fragmentación. Tengo certeza que ninguno de los potenciales candidatos independientes puede ganar, pero todos compiten por el mismo segmento del electorado, típicamente las clases medias urbanas, justo la población que AMLO requiere para ganar más allá de su base dura en el centro del país y algunas otras localidades como Guerrero y Michoacán. Es decir, casi cada voto que va a un independiente es un voto menos para AMLO.

A lo anterior se agrega el PRD o, por lo menos, Miguel Ángel Mancera, que por más que esté tratando de construir una coalición multicolor, la medida de su éxito residiría en darle viabilidad al PRD más que ganar la presidencia. Esa candidatura divide al voto de la izquierda.

La consecuencia de todo esto es que el próximo presidente probablemente será electo con menos de 30% del voto.

En tercer lugar, con un umbral de triunfo tan bajo, la pregunta crucial es cómo votarán los priistas pues, a pesar de su impopularidad, siguen comandando el mayor voto duro del país. Algunos colocan ese voto duro en alrededor del 26% del electorado, cifra no muy distante de la necesaria para ganar la elección. Sin embargo, como se pudo observar en 2006, los priistas no votan de manera automática y garantizada: Roberto Madrazo apenas logró poco más de la mitad del voto duro de su partido en aquel momento.

Por lo tanto, mi lectura de la realidad política del momento me dice que el PRI podría ganar la elección si postula a un candidato capaz de llevar al 100% de su militancia el día de la elección. Me parece que sólo hay dos o tres priistas que podrían lograr esa faena. Así, de ser correcto mi análisis, la elección está en manos del PRI y no de AMLO. Todo dependerá del candidato que sea postulado y su capacidad para lograr que todos los priistas asistan el día de los comicios.

América Economía (Chile)

 



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