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23/09/2006 | Islamismo, antiamericanismo y vergüenza

Pablo S. Blesa

En el año 1947, el presidente Harry Truman intuyó lo que sus sesudos asesores no veían: que Joseph Stalin estaba a la cabeza de un régimen perverso. En esas fechas, muchos de los eruditos europeos bebían vodka con Stalin.

 

George Bernard Shaw, el premio Nobel británico, declaró que aquel era un hombre de ética intachable y un amante de la libertad. Fue gracias a estos sabelotodo que supimos de los gulags y las torturas con varias décadas de retraso.

Pero la historia se repite: en el año 2006, de nuevo un presidente americano volvió a hacer un análisis crudo sobre un mundo anárquico. Bush explicó en la Zona Cero que el nuevo fascismo antilibertario contra el que medirá sus fuerzas el mundo democrático será un islamismo radical y victimizado. Una vez más, la respuesta de la intelectualidad europea fue unánime: aquel presidente era el reinventor de las cruzadas y el gestor de un imperio demoníaco. Otro miembro de la «intelligentsia» europea, escultor alemán, nos regaló una frase bien descriptiva: los autores del 11-S eran «los mayores artistas del siglo XX».

En efecto, tras el islamismo radical, la segunda ideología perversa que amenaza el mundo democrático europeo es la del «antiamericanismo». La primera la padecemos, la segunda la cultivamos. El resultado de su combinación es que Europa, de nuevo, parece más que dispuesta a claudicar de sus principios democráticos y a dar paso alegremente a una nueva tiranía en su territorio. Mientras nos callan la boca a punta de pistola, los valientes intelectuales europeos dirán que se autocensuran por tolerancia; se autoinculparán de todos los males del pasado; mirando hacia el Atlántico, increparán henchidos de valentía ética a los americanos y recordarán a los cristianos la retahíla de siempre: las cruzadas, el caso de Galileo y la Inquisición.

No estoy tan seguro de que los americanos tengan la culpa del odio. No estoy seguro de que los «cristianos fundamentalistas occidentales» sean los precursores del odio. Sí creo que están empezando a ser las víctimas del odio.

Primero llegó la célebre Fatua a Salman Rushdie por sus «Versos Satánicos»; después siguieron los ataques en discotecas y pubs en Bali; más tarde, la cívica Holanda se despertó horrorizada por el asesinato de Theo van Gogh, el cineasta que se atrevió a filmar a una mujer velada con versos del Corán grabados en su cuerpo; meses después, a la coautora del filme, la parlamentaria de origen somalí A. Hirsi, le fue retirada la nacionalidad holandesa por declarar que las mujeres islámicas estaban sojuzgadas; ulteriormente, las caricaturas del Profeta en un diario danés sirvieron de «casus belli» para quemar embajadas e iglesias y, por último, el mismo día en que moría la escritora de «La Rabia y el Orgullo», Oriana Fallaci, el Papa Benedicto XVI entraba en la lista.

Oriana Fallaci era ajena a lo políticamente correcto. Tras el 11-S salió a la palestra avisando a los europeos: «no entendéis o no queréis entender que si no nos oponemos, si no luchamos, la yihad vencerá(...). Y en lugar de campanas, encontraremos muecines, en vez de minifaldas, el chador, en vez de coñac, leche de camello». Su voz se apagaba 24 horas antes de que el líder de Al Qaeda diese un nuevo objetivo a su organización: el de conquistar Roma. El Papa Benedicto XVI, a diferencia de Fallaci, no era ajeno a las buenas formas, su discurso en Ratisbona no versó sobre el islam y nada de lo que allí dijo induce a pensar en una respuesta tan desproporcionada. Parte de la culpa hay que achacársela a cadenas de televisión como Al-Jazira y a predicadores yihaidistas que mueven a la venganza a un pueblo analfabeto. Porque, en efecto, la frase más importante del discurso del Papa no fue aquella en que citó al Emperador Bizantino Juan Manuel II Paleólogo. Para lo que aquí nos toca, la frase más importante de su discurso fue en la que señaló que «los aspectos positivos de la modernidad deben ser conocidos sin reservas». A eso precisamente es a lo que se ha negado el mundo islámico desde el Medioevo. Por eso, la tragedia actual del mundo árabe-musulmán no puede superarse sin tres revoluciones: la revolución de la libertad; el reto de la integración de la mujer; y el reto de la sociedad del conocimiento, ya que sólo 0,6 por ciento de los más de 320 millones de árabes tiene acceso a internet.

A los intelectuales europeos parece importarles más la «convivencia» entre culturas que la libertad de expresión; prefieren lancear a Bush y a su país con críticas acerbas que afrontar el más peligroso desafío de impedir que una mordaza, en vez de un telón de acero, vayan cayendo sobre Europa. El entonces cardenal Ratzinger llevaba razón cuando escribió que «Occidente intenta de manera noble abrirse con gran comprensión a los valores externos, pero no se ama a sí mismo (...). Europa tiene la necesidad de una nueva aceptación de sí misma, si verdaderamente quiere sobrevivir».

(*) Universidad Católica San Antonio de Murcia

ABC (España)

 



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28/06/2012|

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