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06/10/2006 | ¿Va Francia camino del cambio?

Nicolás Baverez

Después de un cuarto de siglo de decadencia, 2007 se presenta como la última oportunidad de modernizar Francia de forma pacífica, evitando la repetición de los brotes de violencia que jalonan su historia.

 

Francia ha entrado muy pronto en la campaña para las elecciones presidenciales de 2007, lo que demuestra que los ciudadanos han tomado conciencia de lo que está en juego en la votación y de la necesidad de un liderazgo fuerte, que rompa con la inconstancia y el nihilismo que permanecerán como la marca de fábrica de Jacques Chirac. En todas las democracias desarrolladas, la vuelta al primer plano de la guerra, de las amenazas que impone el fanatismo religioso a la libertad y de los cambios económicos y sociales provocados por la globalización, ha disipado las ilusiones respecto al fin de la historia y ha llevado a una nueva evaluación de la política. Desde Estados Unidos a Italia, pasando por España, el Reino Unido o Alemania, la participación en las elecciones está en gran medida en alza, los debates son a la vez muy ideológicos y personalizados, y los resultados son ajustados y sacan a la luz profundas divergencias políticas, sociológicas y geográficas en el seno de las naciones.

Esta repolitización se ve amplificada en Francia por la singular situación del país, lo cual hace que 2007 sea la hora de la verdad. Para empezar, la elección presidencial marcará un cambio de generación, provocado por la incapacidad física y política de Jacques Chirac para volver a presentarse y por la retirada de la competición de Lionel Jospin debido a la investidura del partido socialista. La desestabilización de la gerontocracia podría desembocar en la transformación de las instituciones y del sistema político. Sobre todo, después de un cuarto de siglo de decadencia, 2007 se presenta como la última oportunidad de modernizar Francia de forma pacífica, evitando la repetición de los brotes de violencia que jalonan su historia.

La problemática del cambio no es nueva; domina la vida política francesa desde hace varias décadas, como demuestra la derrota sistemática de todas las mayorías parlamentarias desde 1981 o el rechazo al proyecto de Constitución Europea en mayo de 2005. Pero hasta ahora esta aspiración se ha expresado de forma negativa, con la sanción de los gobiernos establecidos, con una dinámica nacionalista y proteccionista y con la exacerbación de las pasiones extremistas y xenófobas. Después de la utopía destructora de la ruptura con el capitalismo en 1981, después de la sublimación del conservadurismo a través del eslogan del «ni-ni» en 1988, después del engaño descarado de la reducción de la división social en 1995, y después del debate abortado de 2002 debido a la brecha abierta por Jean-Marie Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones, 2007 puede hacer que surja un mandato político positivo a favor del cambio, un proyecto nacional de recuperación y un liderazgo fuerte. La apuesta, vital para Francia, pero también importante para Europa, consiste en traducir la voluntad de cambio de los franceses en un programa de modernización del país y no en eslóganes demagógicos o en posturas populistas cuyo único efecto es acelerar su caída. Desde este punto de vista, la opinión pública parece ir por delante de los candidatos, que también van por delante de sus partidos.

En un sistema político bloqueado por la rigidez de las instituciones, el peso ideológico del marxismo y del gaullismo, y el fin de toda una clase política surgida de la función pública, hay que destacar que las dos figuras que destacan de momento, Nicolás Sarkozy y Ségolène Royal, son disidentes que representan en sus campos respectivos la voluntad de ruptura de los franceses. Nicolás Sarkozy se ha impuesto como Primer Ministro de hecho frente a Jean-Pierre Raffarin y luego a Dominique de Villepin, y ha llevado a buen puerto una toma de control hostil del partido del presidente de la República, la UMP, algo sin precedentes en la V República. Paralelamente, ha emprendido la rehabilitación de la política situándola bajo el signo de la acción y la eficacia, y se ha liberado de los tabúes para abordar las cuestiones de la inmigración y la integración, el laicismo y la discriminación, el presidencialismo y la responsabilidad de la justicia, y las relaciones con África, Israel o Estados Unidos. Ségolène Royal, por su parte, ha surgido del fondo del doble traumatismo de la eliminación de Lionel Jospin el 21 de abril de 2002 y del referéndum del 29 de mayo de 2005, ocupando el espacio socialdemócrata abandonado por Laurent Fabius y Dominique Strauss-Kahn, pero también, y sobre todo, emancipándose de las posturas tradicionales de la izquierda francesa en materia de seguridad, educación, familia, trabajo.

Tanto Nicolás Sarkozy como Ségolène Royal han apelado directamente a la opinión pública para evitar la hostilidad de los dirigentes y los aparatos, el primero invitándola a validar su acción, y la segunda a través de su concepción del ciudadano experto y la movilización de los militantes a través de internet. En esto radica su fuerza, al concentrar el debate en torno a ellos, saturar el espacio mediático y político en detrimento de sus competidores y marginar a los extremistas. Esto constituye también su vulnerabilidad. En el seno de su formación y de su bando, donde deberán conseguir la unión por encima de los resentimientos y las divisiones, y frente a la opinión pública que, instruida por las dolorosas desilusiones que trajeron François Mitterrand y Jacques Chirac se interroga, más allá de la figura común de la ruptura, no tanto sobre la capacidad de ser elegido como sobre la capacidad de presidir en un periodo tan difícil. Enfrentados a las exigencias contradictorias de sus partidos y de los franceses, los dos favoritos emiten algunas señales contradictorias, sobre todo en lo que atañe a la política económica, con el riesgo de confirmar las dudas de sus adversarios respecto a la capacidad de Nicolás Sarkozy para estar a la altura de la función de Jefe del Estado, incluida su dimensión simbólica, y sobre la de Ségolène Royal para transformar en un programa de acción los valores a los que hacen referencia y para dirigir el país. Los dos, para ser elegidos y aún más para poder gobernar, deberán asumir el riesgo de aclarar su posición personal, su línea política y los equipos con los que esperan trabajar.

Hoy el cambio no está ganado, pero es posible. El signo más positivo hay que buscarlo en la evolución de los franceses, que han madurado bajo el impacto de las crisis y los reveses acumulados por el país. Ahora son favorables al cambio en un 94 por ciento, al tiempo que se interrogan legítimamente sobre sus formas y sobre los caminos de la modernización. Ahora están preparados para debatir con calma y claridad los problemas clave del país: las instituciones, la reforma del Estado, la regeneración de la base productiva, la rehabilitación del trabajo, la organización del sistema educativo, la cohesión de la nación y el relanzamiento del proyecto europeo. Se han apropiado de nuevo de la política y la función presidencial. Por eso las elecciones de 2007 se presentan bajo una nueva luz. Por eso es vital que los principales candidatos emprendan rápidamente eldebate situándose para empezar a la altura de las esperanzas de los franceses y realizando la pedagogía de la reforma, que condicionará los márgenes de maniobra para modernizar el país del próximo presidente de la República.

Historiador y economista

ABC (España)

 


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