El pasado mes de julio, cuando la canciller Angela Merkel recibía a los líderes del G-20 en Hamburgo y sus compatriotas asistían por televisión a la lluvia de halagos que su gobernante recibía por el factor estabilidad que desempeña en el orden internacional, su principal rival en la carrera a la Cancillería, Martin Schulz, visitaba plazas y mercadillos en la Alemania profunda. De no haber sido porque su coche iba en columna hubiera pasado desapercibido. Han pasado semanas en las que nadie sabía dónde estaba y qué hacía, pues tan irrelevante se volvió para los medios de comunicación.

Han sido tiempos muy duros para el candidato socialdemócrata, acostumbrado a la persecución de la prensa como presidente del Parlamento Europeo. En sólo unas semanas, pasó de ser la gran esperanza blanca de un partido desgarrado y deprimido al último caballo de las apuestas. Los buitres del Partido Social Demócrata (SPD) ya huelen a carroña.

La candidatura de Schulz fue fruto de las circunstancias. Ningún corrimiento se hubiera producido si el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, no hubiera tenido tanta prisa por suceder a Joachim Gauck en la Presidencia. La CDU tuvo que ceder al embiste por carecer de candidato, pero, según cuentan en el SPD, no fue gratis. Al parecer, Merkel llamó al vicecanciller y en esa época presidente del SPD, Sigmar Gabriel, para decirle que no haría jefe del Estado a un socialdemócrata y se emplearía en Bruselas para extender a otro su mandato en Europa.

Schulz estaba en la cima de una carrera labrada a golpe de esfuerzo y superación. Fue mal estudiante, un gamberro. Abandonó el instituto antes de acabar el Bachillerato y cayó en el alcohol. Tocó fondo. A los 20 años intentó suicidarse, preso de los demonios, ante su incapacidad de superar la adición. Su hermano Erwin, médico, consiguió sacarle del pozo. Está seco desde entonces. Y desde entonces ha hecho de su debilidad su fortaleza, que no arrogancia.

Schulz nació hace 61 años y se crió en Würselen, una ciudad de unos 40.00 habitantes situada en el oeste del país, muy cerca de la frontera con Bélgica y Holanda. Allí mantiene su domicilio. Su padre era policía con ideas progresistas y su madre ama de casa conservadora. Él se decantó por el SPD. Su sueño era ser futbolista profesional, pero una lesión de rodilla lo echó al traste.

Entró como aprendiz en una librería y en 1982 abrió una propia. Por aquella época conoció a su mujer, Inge, una paisajista con la que tiene dos hijos. A los 31 años fue nombrado alcalde del pueblo, el más joven de Renania del Norte-Westfalia. No necesitó luchar, fue el único candidato. Siete años después, con 38, fue elegido eurodiputado, traspasó la librería, que aún existe, y se marchó a Estrasburgo, donde acabaría dirigiendo el grupo parlamentario socialdemócrata hasta 2012, cuando fue elegido por primera vez presidente de la Eurocámara.

Biotopo comunitario

Según Christiane Hoffmann y René Pfister, del semanario 'Der Spiegel', Schulz ha crecido políticamente en el biotopo comunitario y eso le imprime unas características determinadas: le hace tener una fuerte necesidad de armonía. Busca el consenso, está formado en la cultura política de dar y recibir, y eso, cuando se trabaja con Europa como único objetivo, hace que se tengan muchos amigos. El jefe de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, es su "amigo", el ex presidente francés François Hollande y su sucesor, Emmanuel Macron, también. Hasta Sigmar Gabriel era "amigo" del "gran camarada europeo" hasta que llegó el momento de cederle la silla.

Gabriel se designó ministro de Exteriores, en sustitución de Frank-Walter Steinmeier. Era el puesto perfecto para la entrada de Schulz en política nacional y darse a conocer entre el electorado. Pero Gabriel no se lo cedió, alegando que Schulz debía prepararse para la competición con Angela Merkel y no asociarse a la gran coalición.

Schulz, que fue recibido por aclamación por los señores de la rosa, se lo creyó. Y cuando llegó la hora del relevo en el liderazgo del partido, Gabriel, en vez de consensuar con su amigo Schulz el discurso del adiós, se lo encargó, con la orden de no hablarlo con nadie, a su secretario de Estado, Matthias Maching. Ésa fue una puñalada trapera para Schulz, a la que se le añadió una serie de derrotas en las elecciones regionales. A su vez, Gabriel se llevó a casi todo el equipo socialdemócrata de su parte, no dejó a Schulz un borrador de programa electoral -una tarea que requiere al menos dos años de trabajo- y se aseguró desde la tribuna de Exteriores que el rostro del SPD siguiera siendo él. En la actualidad, ambos sólo guardan las apariencias.

La evolución negativa de Schulz en las encuestas, los rumores intencionados de que el SPD ya está preparando su salida y titulares de prensa que comparan el carisma de Schulz con el de un empleado de una caja de ahorros han sido su pan de cada día. Ha luchado contra propios y ajenos, y sigue luchando.

"Todavía podemos ganar", repite el candidato, que ha hecho de la justicia social su proclama y su estandarte. Más y mejor educación para todos, mejor servicio sanitario, alivio impositivo para las rentas bajas, incremento de pensiones, más respeto por la gente, menos presupuesto militar, más solidaridad generacional. Los sondeos dicen que no bastará para ganar a Merkel.

"Si pierdo es porque soy demasiado bueno para la mala política", afirma Schulz, tan educado y respetuoso con el contrario que sus golpes a la canciller han sido de guante blanco. Fuera del biotopo de Bruselas da la impresión de que es un romántico sin ambición.