Los votos y actividades de los gobiernos en foros que velan por la democracia, los derechos humanos, la seguridad y el desarrollo—como el Consejo de Derechos Humanos de la ONU; la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)—revelan una fragmentación del sistema interamericano en dos vertientes, a nivel hemisferio y a nivel país.
A nivel hemisferio el principal perpetrador de la
fragmentación del sistema es el denominado bloque autocrático de
occidente—liderado por Venezuela y sus tradicionales aliados, pero también
secundado por las islas caribeñas como se observó en la 47º Asamblea General de
la OEA. A nivel país el principal agravante resulta de
la asimetría entre la actuación de los países americanos para
proteger los derechos humanos al interior, en contraste con su posicionamiento
internacional en defensa del orden liberal.
El escenario más preocupante en el hemisferio es
Venezuela, cuya actuación durante la 47º Asamblea General de la OEA—previa
advertencia de la Canciller Delcy Rodríguez de abandonar la organización y
alineando a otros 13 países que votaron en contra o se abstuvieron de la
resolución para solicitar al régimen de Nicolás Maduro abandonar la
convocatoria a la Asamblea Constituyente—es muestra clara de la fragilidad que
ha permeado en el sistema interamericano gracias al bloque autocrático.
La comunidad internacional ha comenzado a mostrar una
mayor preocupación ante la empeorada crisis humanitaria que se vive en el país.
El esfuerzo más importante es sin duda la conformación del Grupo de Lima, que a
partir de su primera reunión ha emitido declaraciones conjuntas condenando la
ruptura del orden democrático en Venezuela. De igual manera, bajo el liderazgo
del Secretario General Luis Almagro, la OEA ha tomado medidas más audaces, como
la creación del panel que evaluará la presentación de un caso contra Venezuela
por crímenes de lesa humanidad ante la Corte Penal Internacional (CPI).
Sin embargo, la efectividad del sistema—y en concreto de
los esfuerzos de la OEA—por establecer mecanismos imparciales que garanticen la
protección de los derechos humanos y la voluntad del pueblo, se ha visto
mermada en las tres últimas elecciones venezolanas. Aun cuando la OEA denunció
el proceso de elección de gobernadores en octubre pasado, el chavismo encontró
en el Consejo de Especialistas Electorales de América Latina (CEELA) la
validación internacional que necesitaba para cantar victoria, justificando un
actuar democrático fragmentando a la oposición y condicionando a los nuevos
gobernadores a la asunción del cargo ante la Asamblea Nacional Constituyente
(que de constituyente solo lleva el nombre). Cabe destacar que fue el mismo
CEELA quien avaló las elecciones de la Constituyente, así como las más
recientes elecciones municipales, convirtiendo del ejercicio de la observación
internacional electoral independiente, en una misión prácticamente imposible en
Venezuela.
Es importante notar que aun cuando el CEELA se ha
presentado en calidad de acompañante electoral—que de acuerdo a expertos se
supedita al Estado que les invita a diferencia de observadores con sus propios
planes de verificación—el respaldo categórico a los tres últimos ejercicios
electorales en Venezuela pone en tela de juicio su reputación como cuerpo
autónomo e imparcial, cuyas consecuencias más graves las sufre el pueblo
venezolano. No hay duda de que observadores y acompañantes electorales tanto de
la OEA, como de otros bloques como la Unión Europea y el mismo CEELA merecen
ser partícipes de los comicios a los que fueren invitados—recordemos que el
CEELA nació como un organismo regional para hacer contrapeso a jugadores
tradicionales, firmando un convenio de colaboración con la propia OEA. Sin
embargo, cuando se quebrantan los supuestos de imparcialidad y
transparencia—cuando se rompen las promesas de libertad y sufragio efectivo—se
transgrede el derecho del pueblo a manifestarse libre y democráticamente, un
quebranto inadmisible a la democracia y a los principios del sistema
interamericano.
Sobre la fractura del orden liberal a nivel país, un
ejemplo concreto de la transgresión a los derechos humanos es el alto índice de
violencia y discriminación perpetuada hacia las minorías, como es el caso de
las mujeres víctimas de femicidio o los crímenes de odio hacia miembros de la
comunidad LGBTI. Aun cuando el continente ha avanzado
significativamente en el reconocimiento de los derechos LGBTI como un bloque
(dentro del propio sistema interamericano se han establecido procesos para
defender y vigilar los derechos LGBTI) existe todavía una preocupante
brecha—sobre todo en el Caribe—entre la implementación de un marco legal al interior
de cada país que vele por la protección de los derechos LGBTI. Países como
Barbados, Jamaica y Trinidad y Tobago no cuentan siquiera con una ley
antidiscriminatoria hacia personas LGBTI. Venezuela, que incluso ha defendido
en foros internacionales los beneficios de las políticas socialistas en
protección de los derechos humanos, no cuenta con leyes básicas que reconozcan
las relaciones o la posibilidad de la adopción por parte de personas del mismo
sexo.
Resalta e inquieta la vulnerabilidad de las personas
transgénero, en donde el vacío legal se profundiza aún más por la falta de
datos y percepciones sociales negativas que desafortunadamente perpetúan la
violencia contra las personas trans, aún en los países más liberales.
Brasil, México y Estados Unidos—quienes han avanzado significativamente en la
protección de derechos LGBTI—encabezan la lista de asesinatos de personas trans
en el continente.
No todo está perdido. Es posible reconstruir y fortalecer
el consenso interamericano…pero se necesitan dos cosas. De cara al intenso
calendario electoral que vivirá el continente de aquí al 2019, será fundamental
el rol del sistema interamericano para velar por la manifestación de la
voluntad popular como ingrediente básico de la democracia, a través de mecanismos
de observación con credenciales auténticamente imparciales. Ante los
crecientes abusos contra los derechos humanos, ya sea en Venezuela o hacia
las minorías vulnerables de todo el continente, una comunidad internacional
mucho más activa, denunciante y unida es imprescindible. Sin embargo, es
también tarea de cada país hacer un ejercicio de introspección para alinear sus
obligaciones individuales a los pronunciamientos que defienden en el exterior.
Los países podrían empezar a fortalecer el sistema formalizando sus compromisos
individuales, haciendo cumplir la ley o promulgándola en caso de no tenerla,
para defender los derechos humanos de las minorías.