Bloomberg Businessweek contactó a un excombatiente cibernético de Corea del Norte y aquí cuenta su increíble historia.100 mil dólares
tenían que reunir los hackers por año.
A primera vista, Jong Hyok es como cualquier otro técnico
de mediana edad en el distrito Gangnam de Seúl, pero en cuanto empiezo a
hacerle preguntas, descubro que esconde una historia extraordinaria. Jong no
llega a los cuarenta, pero sus ojos cansados y
su piel marchita lo hacen ver más
viejo. Le preocupa revelar detalles que pudieran exponerlo a él o a su familia. Me
pregunto por un momento si sospecha que soy un espía norcoreano. Pero no, estoy aquí para relatar la increíble historia de sus años
dedicados a hackear redes informáticas y programas para recaudar dinero para el
régimen de Pyongyang.
El talento de Corea del Norte para el hackeo es casi tan
temido como su arsenal nuclear. En mayo pasado, el país fue responsable de un
virus llamado WannaCry, que durante días infectó y cifró computadoras de todo
el mundo, exigiendo un rescate en bitcoins para desbloquear los datos
secuestrados. Unos años antes, Corea del Norte robó y publicó la correspondencia
privada de ejecutivos de Sony Pictures Entertainment en represalia por haber
producido la película The Interview de Seth Rogen, una sátira del país.
Jong no estuvo involucrado en esos ataques, pero por
cinco años antes de desertar fue un soldado en el ejército de hackers de Corea
del Norte. A diferencia de sus pares en otros sitios, que buscarían exponer
vulnerabilidades de seguridad, robar secretos corporativos y de Estado, los
hackers norcoreanos tienen un propósito singular: conseguir dinero para un país
sometido a sanciones internacionales por su programa nuclear. En el tiempo que
Jong fue parte de esa brigada vivió y trabajó en una casa de tres pisos en una
ciudad del noreste de China. Los hackers con quienes convivía tenían que
conseguir 100 mil dólares al año por cualquier medio posible y podían conservar
menos del 10 por ciento. Si fallaban, las consecuencias podían ser graves.
Los expertos de Corea del Sur dicen que, a lo largo de
los años, su vecino al norte ha enviado centenas de hackers a países como
China, India y Camboya, donde han reunido cientos de millones de dólares. Pero
encontrar a uno de estos combatientes cibernéticos es, por razones obvias,
difícil. Fuentes en el gobierno de Corea del Sur y la comunidad de desertores
de Norcorea facilitaron a Businessweek el nombre de alguien en ese segundo
grupo. El contacto, un hombre de mediana edad que elegía sus palabras con
excesivo cuidado, pidió quedar en el anonimato. Después de varias reuniones,
ofreció los números telefónicos de tres contactos, solicitando que Businessweek
protegiera sus identidades. Jong, que es un nombre ficticio, era uno de ellos.
El gobierno de Corea del Norte lleva tiempo intentado
usar la tecnología para transformar una de las partes más aisladas y
empobrecidas del mundo. Durante los años noventa, Kim Jong Il, el padre del
actual líder Kim Jong Un, ensalzó la programación como una forma para
reconstruir la economía después de años de hambrunas. Creó carreras
tecnológicas en las universidades de Pyongyang y asistió a concursos anuales de
escritura de software que premiaban a los ganadores con relojes de oro. En
algún momento de la segunda mitad de la década, Kim Jong Il formó un ejército
cibernético. Inicialmente, la unidad solo realizaba incursiones aleatorias, sus
blancos eran sitios de gobierno y redes bancarias, pero cuando Kim murió en
2011, su hijo amplió el programa. Lanzó ataques sistemáticos contra objetivos
más importantes, como plantas nucleares y redes de defensa.
Oficialmente, Corea del Norte niega haber perpetrado
ciberataques y califica las acusaciones como propaganda enemiga. El país lleva
más de una década desarrollando programas antivirus y también tiene un sistema
operativo propio, Red Star, sospechosamente parecido a MacOS. La predilección
de Kim Jong Un por los productos de Apple es bien conocida. El dirigente
también ha puesto más teléfonos inteligentes a disposición de los 25 millones
de norcoreanos y comenzó a recompensar a los científicos informáticos con
mejores viviendas y salarios más altos. Además envió a gran número de ellos a
países vecinos, donde el acceso a Internet es mejor y pueden ocultar sus huellas
más fácilmente.
Jong fue parte de una oleada anterior enviada por Kim
Jong Il. Nació en Pyongyang en los ochenta, sus padres eran fieles al Partido
del Trabajo de Corea y a Kim Il Sung, el fundador del país y abuelo de Kim Jong
Un. Mientras crecía, Jong escuchó historias sobre la valiente lucha de su
abuelo contra el ejército imperial de Japón en Manchuria junto a Kim Il Sung
durante la Segunda Guerra Mundial.
Siendo niño, la materia favorita de Jong era la biología
y aspiraba a ser médico. Sus padres lo apoyaron, pero el Estado determinó que
debía estudiar informática. Nadie cuestionó la decisión. Aunque afligido al
principio, quedó fascinado por el funcionamiento interno de las computadoras y
en su tercer año de universidad, a fines de la década de 1990, fue seleccionado
por el gobierno para estudiar en China. Allí se abrió al mundo.
Por un momento, Corea del Norte también parecía más
abierta. En las vacaciones escolares, Jong regresaba a casa para encontrar que
algunos de sus amigos más ricos tenían computadoras personales. Jugaban
videojuegos y veían telenovelas surcoreanas en DVD, eran tan fáciles de
conseguir que Jong casi creyó que la unificación estaba cerca. Pero las
autoridades no tardaron en ir a las casas para confiscar ese material, en una
ofensiva contra el "viento amarillo del capitalismo".
Jong se graduó y regresó a casa para obtener su título de
maestría, para lo cual trabajó en una agencia estatal, creando software
ofimático. En ese tiempo el gobierno estaba invirtiendo en varios proyectos
tecnológicos, incluido uno que utilizaba el tendido eléctrico para transmitir
datos. Una vez más, Jong tuvo la esperanza de que el régimen pudiera ver la
tecnología como un medio para el progreso, no solo como una amenaza.
Tras graduarse se fue a trabajar a una agencia de
desarrollo de software. Pero al poco tiempo el gobierno le informó que tenía
otros planes para él. Lo trasladaban a China para realizar una investigación de
software que "iluminaría el futuro" del sector de la tecnología de la
información de Corea del Norte. Jong sabía exactamente lo que eso significaba:
captar dinero para su país.
Jong cruzó la frontera a pie y tomó un autobús a la
ciudad asignada. Allí, se estableció en una casa ubicada en una concurrida
calle rodeada de rascacielos. El lugar era propiedad de un magnate chino con
vínculos comerciales con Pyongyang. Docenas de graduados de las universidades
de élite de Corea del Norte, todos hombres, dormían en catres y literas en el
último piso. Un laberinto de cubículos y computadoras ocupaba los pisos
inferiores, y retratos de Kim Jong Il y Kim Il Sung colgaban en las paredes.
Cada unidad era supervisada por un "jefe
delegado", alguien que no era programador, responsable de organizar las
transacciones y recolectar los pagos. Un representante de la policía estatal de
Corea del Norte se hacía cargo de los problemas de seguridad. El trabajo era
difícil, implicaba ingeniería inversa para obtener códigos de programas e
interceptar las comunicaciones entre el programa fuente y los servidores de la
compañía que lo creó. Jong recuerda que se necesitaron 20 programadores para
crear una réplica funcional de un software. Los hackers debían trabajar a toda
prisa para descifrar vulnerabilidades antes de que sus creadores pudieran
parchar los agujeros.
Jong subió de rango en la casa. Cuando flaqueaban los
pedidos de software plagiado, él y sus colegas hackeaban sitios de apuestas,
espiaban las cartas de un jugador y le vendían la información a otro. Creaban
bots que recorrían los juegos en línea como Lineage y Diablo, recolectando
objetos digitales como armas y puntos para equipar a sus personajes y luego los
vendían por casi 100 dólares por avatar. De vez en cuando, para mantener la
fachada de que investigaba en beneficio de Corea del Norte, Jong creaba un
software académico y lo enviaba a su país.
El trabajo no tenía nada de glamour. "¿Programadores
de élite? Para nada, éramos solo un grupo de trabajadores pobres y mal
pagados", recuerda Jong. Niega cualquier complicidad en los tipos de
crímenes que los expertos en seguridad atribuyen a Corea del Norte, como robar
números de tarjetas de crédito, instalar ransomware en servidores corporativos
y sustraer secretos de defensa surcoreanos. Pero no duda que tales cosas
sucedieran. "Corea del Norte hará cualquier cosa por dinero, incluso si
eso significa pedirte que robes", dice.
Cualquier reparo moral que él u otros programadores
pudieran haber sentido estaba subordinado a su misión. Tenían objetivos que
cumplir, de lo contrario corrían el riesgo de ser enviados a casa. Ofensas más
serias, como esquilmar ganancias o no mostrar lealtad al régimen, podían
resultar no solo en la repatriación sino en la "reeducación
revolucionaria", el trabajo duro en una fábrica o granja.
Jong estima que llegó a producir unos cien mil dólares
anuales. Como él y sus compañeros eran muy productivos, se les permitía vivir
relativamente bien. Tenían aire acondicionado en el verano y podían salir por
el vecindario con un acompañante. En su tiempo libre jugaban Counter-Strike y
veían telenovelas surcoreanas a escondidas. Los sábados, después de su sesión
de adoctrinamiento, podían jugar futbol, bádminton o voleibol. Dos
veces al año se reunían con otras brigadas de
hackers en China para celebrar eventos de propaganda como el florecimiento de
Kimilsungia y Kimjongilia, orquídeas
llamadas así en honor al padre y el abuelo de Kim Jong Un.
Gracias a sus habilidades, Jong también viajó a otras
partes de China con funcionarios de Corea del Norte. De ese modo pudo ver cómo
se organizaban los cuerpos de hackers y aprendió que no todas las unidades
tenían tanta suerte como la suya. Las agencias y las empresas afiliadas al
Estado enviaban a sus propias unidades al exterior para generar efectivo.
Todas sus actividades estaban planificadas y dirigidas
por una oscura división del Partido del Trabajo llamada Oficina 91. Las
unidades de hackers se mantenían en estrecho contacto con los consulados de
Corea del Norte, reuniéndose allí para beber, hablar y comprar equipos
informáticos.
En cierto verano, Jong y algunos colegas visitaron un
deteriorado edificio en la ciudad nororiental de Yanji. Allí vivían una docena
de programadores que habían sido enviados por el Ministerio de Ferrocarriles
norcoreano. Intentaban descifrar un sofisticado software que analizaba
actuaciones orquestales en vivo y escribía partituras musicales. Era la
temporada de lluvias, el sitio estaba lleno de goteras y ventiladores para
combatir el calor y humedad. Junto a una pared había paquetes de ramen.
"Algunos hackers apenas se alimentan", dice Jong. Uno de ellos tenía
tuberculosis y otro había requerido tratamiento médico después de despertar con
una cucaracha alojada en su oreja. Pero no recibían los cuidados que su brigada
hubiera recibido.
Otros programadores le contaron historias igual de
espantosas. Le hablaron de un joven hacker en Beijing que había recibido una
paliza de sus compañeros porque descubrieron que un empresario surcoreano le
daba comida, específicamente kimchi. Y supo de un hacker en Guangzhou que murió
de dengue al año de llegar. Su supervisor, al parecer, decidió que era
demasiado costoso repatriar el cuerpo, de modo que fue incinerado y seis meses
después otro programador llevó sus cenizas a casa. Con humor negro los hackers
bromeaban que, aunque habían llegado como proteína, podían volver como polvo.
Finalmente, después de haber trabajado en China por
algunos años, Jong mismo tuvo problemas. Sin abundar en detalles, citó un
"incidente desagradable" que involucraba a un funcionario. Huyó antes
de que el régimen pudiera ordenar la inevitable golpiza o la reeducación
revolucionaria. Durante dos años recorrió el sur de China, ganaba dinero como
hacker, dormía en hoteles y saboreaba la clase de libertad que antes solo
imaginaba. Su última parada en la región fue Shenzhen, cerca de Hong Kong,
donde tras ganar tres mil dólares y gastarlos en cosas que vagamente describe
como "disfrutar de la vida", se dio cuenta que estaba cansado.
Volver a casa no era una opción, la deserción puede
castigarse con la muerte. Jong compró un pasaporte chino falso por unos mil 600
dólares, viajó a Bangkok en tren y autobús y llamó a la puerta de la embajada
de Corea del Sur. Vivió allí durante un mes, sometido a un control de
seguridad, antes de ser trasladado a Seúl.
Los otros desertores con los que hablé confirmaron a
grandes rasgos la historia de Jong, aunque su trabajo era otro. Eran de un
grupo de hackers que Norcorea había desplegado en China para desarrollar y
vender apps para iPhone y Android.
Con identidades falsas, se anunciaban en sitios web como
Upwork.com y tomaban trabajos para desarrollar aplicaciones para solicitar
taxis, comprar en línea o de reconocimiento facial, cualquier cosa que generara
dinero. Se les exigía ganar para el gobierno alrededor de 5 mil dólares al mes,
trabajando hasta 15 horas diarias y operando bajo las mismas presiones y
amenazas que Jong.
Uno de los desertores, quien trabajó bajo los auspicios
de una agencia estatal llamada Centro de Computación de Corea, logró escapar
cuando un cliente chino que apreciaba su trabajo quiso conocerlo en persona. Al
principio se negó, pero cambió de opinión y terminó confesándole que era
norcoreano. Cuando le dijo que quería escapar, el cliente le ofreció su ayuda.
El otro desertor cuenta que un día simplemente colapsó
por agotamiento y se fue, deambuló por China con la esperanza de encontrarse
con uno de los espías surcoreanos de los que le habían advertido al dejar su
hogar. Durante seis días durmió en invernaderos, gimnasios, en cualquier lugar con
techo, mortificado por haber cometido un gran error. Pero ya era demasiado
tarde; si volvía, sería castigado. Finalmente, encontró una tienda administrada
por un surcoreano que estaba dispuesto a ayudar.
Lim Jong In, jefe del departamento de ciberdefensa de la
Universidad de Corea en Seúl, dice que la estrategia de piratería informática
de Corea del Norte ha evolucionado desde que Jong desertó. En el apogeo del
programa, afirma, más de un centenar de negocios que se cree eran fachada de
las actividades de hackeo de Corea del Norte operaban tan solo en las ciudades
fronterizas chinas de Shenyang y Dandong. Desde entonces, China ha combatido
estas operaciones en un esfuerzo por cumplir con las sanciones de Naciones
Unidas, pero sencillamente las han trasladado a otros lugares, a países como
Rusia y Malasia. Su valor para el régimen es demasiado alto como para
prescindir de ellas. "Corea del Norte mata dos pájaros de un tiro con el
hacking: fortalece sus medidas de seguridad y genera divisas", dice Lim.
"Para los hackers es una vía rápida para una vida mejor".
A Jong le va bien en Seúl. Se sonroja cuando lo felicito
por su reciente ascenso en una compañía local de ciberseguridad, me dice que
tuvo que trabajar especialmente duro para conseguirlo. "Siento que mi
valor como programador se reduce a la mitad cuando le digo a la gente que soy
de Corea del Norte", señala. Otros en la comunidad de aproximadamente
treinta mil desertores expresan frustraciones similares sobre su condición de
extranjeros; algunos miran con desdén la forma en que su país adoptivo se
preocupa por las apariencias y el dinero, y recuerdan con orgullo el gusto por
la franqueza en su tierra natal.
Con todo, no hay vuelta atrás. Jong a veces recibe la
visita de agentes surcoreanos y estadounidenses que le piden detalles para
investigaciones en curso. Los surcoreanos preguntan sobre la Oficina 91, cómo
son los hackers y en qué han trabajado en el pasado. Los estadounidenses le
preguntaron hace poco si sabía algo acerca de un edificio en Pyongyang donde
estudian y radiografían semiconductores de diseño occidental para replicarlos.
Por la noche, Jong regresa a una vida tranquila con su
esposa surcoreana. Su pequeño hijo ha empezado a caminar.
***BLOOMBERG POR SAM KIM