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13/03/2018 | Norcorea tiene un ejército de hackers y va por tu cartera

Bloomberg Businessweek

Bloomberg Businessweek contactó a un excombatiente cibernético de Corea del Norte y aquí cuenta su increíble historia.100 mil dólares

tenían que reunir los hackers por año.

 

A primera vista, Jong Hyok es como cualquier otro técnico de mediana edad en el distrito Gangnam de Seúl, pero en cuanto empiezo a hacerle preguntas, descubro que esconde una historia extraordinaria. Jong no llega a los cuarenta, pero sus ojos cansados ​​y su piel marchita lo hacen ver más viejo. Le preocupa revelar detalles que pudieran exponerlo a él o a su familia. Me pregunto por un momento si sospecha que soy un espía norcoreano. Pero no, estoy aquí para relatar la increíble historia de sus años dedicados a hackear redes informáticas y programas para recaudar dinero para el régimen de Pyongyang.

El talento de Corea del Norte para el hackeo es casi tan temido como su arsenal nuclear. En mayo pasado, el país fue responsable de un virus llamado WannaCry, que durante días infectó y cifró computadoras de todo el mundo, exigiendo un rescate en bitcoins para desbloquear los datos secuestrados. Unos años antes, Corea del Norte robó y publicó la correspondencia privada de ejecutivos de Sony Pictures Entertainment en represalia por haber producido la película The Interview de Seth Rogen, una sátira del país.

Jong no estuvo involucrado en esos ataques, pero por cinco años antes de desertar fue un soldado en el ejército de hackers de Corea del Norte. A diferencia de sus pares en otros sitios, que buscarían exponer vulnerabilidades de seguridad, robar secretos corporativos y de Estado, los hackers norcoreanos tienen un propósito singular: conseguir dinero para un país sometido a sanciones internacionales por su programa nuclear. En el tiempo que Jong fue parte de esa brigada vivió y trabajó en una casa de tres pisos en una ciudad del noreste de China. Los hackers con quienes convivía tenían que conseguir 100 mil dólares al año por cualquier medio posible y podían conservar menos del 10 por ciento. Si fallaban, las consecuencias podían ser graves.

Los expertos de Corea del Sur dicen que, a lo largo de los años, su vecino al norte ha enviado centenas de hackers a países como China, India y Camboya, donde han reunido cientos de millones de dólares. Pero encontrar a uno de estos combatientes cibernéticos es, por razones obvias, difícil. Fuentes en el gobierno de Corea del Sur y la comunidad de desertores de Norcorea facilitaron a Businessweek el nombre de alguien en ese segundo grupo. El contacto, un hombre de mediana edad que elegía sus palabras con excesivo cuidado, pidió quedar en el anonimato. Después de varias reuniones, ofreció los números telefónicos de tres contactos, solicitando que Businessweek protegiera sus identidades. Jong, que es un nombre ficticio, era uno de ellos.

El gobierno de Corea del Norte lleva tiempo intentado usar la tecnología para transformar una de las partes más aisladas y empobrecidas del mundo. Durante los años noventa, Kim Jong Il, el padre del actual líder Kim Jong Un, ensalzó la programación como una forma para reconstruir la economía después de años de hambrunas. Creó carreras tecnológicas en las universidades de Pyongyang y asistió a concursos anuales de escritura de software que premiaban a los ganadores con relojes de oro. En algún momento de la segunda mitad de la década, Kim Jong Il formó un ejército cibernético. Inicialmente, la unidad solo realizaba incursiones aleatorias, sus blancos eran sitios de gobierno y redes bancarias, pero cuando Kim murió en 2011, su hijo amplió el programa. Lanzó ataques sistemáticos contra objetivos más importantes, como plantas nucleares y redes de defensa.

Oficialmente, Corea del Norte niega haber perpetrado ciberataques y califica las acusaciones como propaganda enemiga. El país lleva más de una década desarrollando programas antivirus y también tiene un sistema operativo propio, Red Star, sospechosamente parecido a MacOS. La predilección de Kim Jong Un por los productos de Apple es bien conocida. El dirigente también ha puesto más teléfonos inteligentes a disposición de los 25 millones de norcoreanos y comenzó a recompensar a los científicos informáticos con mejores viviendas y salarios más altos. Además envió a gran número de ellos a países vecinos, donde el acceso a Internet es mejor y pueden ocultar sus huellas más fácilmente.

Jong fue parte de una oleada anterior enviada por Kim Jong Il. Nació en Pyongyang en los ochenta, sus padres eran fieles al Partido del Trabajo de Corea y a Kim Il Sung, el fundador del país y abuelo de Kim Jong Un. Mientras crecía, Jong escuchó historias sobre la valiente lucha de su abuelo contra el ejército imperial de Japón en Manchuria junto a Kim Il Sung durante la Segunda Guerra Mundial.

Siendo niño, la materia favorita de Jong era la biología y aspiraba a ser médico. Sus padres lo apoyaron, pero el Estado determinó que debía estudiar informática. Nadie cuestionó la decisión. Aunque afligido al principio, quedó fascinado por el funcionamiento interno de las computadoras y en su tercer año de universidad, a fines de la década de 1990, fue seleccionado por el gobierno para estudiar en China. Allí se abrió al mundo.

Por un momento, Corea del Norte también parecía más abierta. En las vacaciones escolares, Jong regresaba a casa para encontrar que algunos de sus amigos más ricos tenían computadoras personales. Jugaban videojuegos y veían telenovelas surcoreanas en DVD, eran tan fáciles de conseguir que Jong casi creyó que la unificación estaba cerca. Pero las autoridades no tardaron en ir a las casas para confiscar ese material, en una ofensiva contra el "viento amarillo del capitalismo".

Jong se graduó y regresó a casa para obtener su título de maestría, para lo cual trabajó en una agencia estatal, creando software ofimático. En ese tiempo el gobierno estaba invirtiendo en varios proyectos tecnológicos, incluido uno que utilizaba el tendido eléctrico para transmitir datos. Una vez más, Jong tuvo la esperanza de que el régimen pudiera ver la tecnología como un medio para el progreso, no solo como una amenaza.

Tras graduarse se fue a trabajar a una agencia de desarrollo de software. Pero al poco tiempo el gobierno le informó que tenía otros planes para él. Lo trasladaban a China para realizar una investigación de software que "iluminaría el futuro" del sector de la tecnología de la información de Corea del Norte. Jong sabía exactamente lo que eso significaba: captar dinero para su país.

Jong cruzó la frontera a pie y tomó un autobús a la ciudad asignada. Allí, se estableció en una casa ubicada en una concurrida calle rodeada de rascacielos. El lugar era propiedad de un magnate chino con vínculos comerciales con Pyongyang. Docenas de graduados de las universidades de élite de Corea del Norte, todos hombres, dormían en catres y literas en el último piso. Un laberinto de cubículos y computadoras ocupaba los pisos inferiores, y retratos de Kim Jong Il y Kim Il Sung colgaban en las paredes.

Cada unidad era supervisada por un "jefe delegado", alguien que no era programador, responsable de organizar las transacciones y recolectar los pagos. Un representante de la policía estatal de Corea del Norte se hacía cargo de los problemas de seguridad. El trabajo era difícil, implicaba ingeniería inversa para obtener códigos de programas e interceptar las comunicaciones entre el programa fuente y los servidores de la compañía que lo creó. Jong recuerda que se necesitaron 20 programadores para crear una réplica funcional de un software. Los hackers debían trabajar a toda prisa para descifrar vulnerabilidades antes de que sus creadores pudieran parchar los agujeros.

Jong subió de rango en la casa. Cuando flaqueaban los pedidos de software plagiado, él y sus colegas hackeaban sitios de apuestas, espiaban las cartas de un jugador y le vendían la información a otro. Creaban bots que recorrían los juegos en línea como Lineage y Diablo, recolectando objetos digitales como armas y puntos para equipar a sus personajes y luego los vendían por casi 100 dólares por avatar. De vez en cuando, para mantener la fachada de que investigaba en beneficio de Corea del Norte, Jong creaba un software académico y lo enviaba a su país.

El trabajo no tenía nada de glamour. "¿Programadores de élite? Para nada, éramos solo un grupo de trabajadores pobres y mal pagados", recuerda Jong. Niega cualquier complicidad en los tipos de crímenes que los expertos en seguridad atribuyen a Corea del Norte, como robar números de tarjetas de crédito, instalar ransomware en servidores corporativos y sustraer secretos de defensa surcoreanos. Pero no duda que tales cosas sucedieran. "Corea del Norte hará cualquier cosa por dinero, incluso si eso significa pedirte que robes", dice.

Cualquier reparo moral que él u otros programadores pudieran haber sentido estaba subordinado a su misión. Tenían objetivos que cumplir, de lo contrario corrían el riesgo de ser enviados a casa. Ofensas más serias, como esquilmar ganancias o no mostrar lealtad al régimen, podían resultar no solo en la repatriación sino en la "reeducación revolucionaria", el trabajo duro en una fábrica o granja.

Jong estima que llegó a producir unos cien mil dólares anuales. Como él y sus compañeros eran muy productivos, se les permitía vivir relativamente bien. Tenían aire acondicionado en el verano y podían salir por el vecindario con un acompañante. En su tiempo libre jugaban Counter-Strike y veían telenovelas surcoreanas a escondidas. Los sábados, después de su sesión de adoctrinamiento, podían jugar futbol, ​​bádminton o voleibol. Dos veces al año se reunían con otras brigadas de hackers en China para celebrar eventos de propaganda como el florecimiento de Kimilsungia y Kimjongilia, orquídeas llamadas así en honor al padre y el abuelo de Kim Jong Un.

Gracias a sus habilidades, Jong también viajó a otras partes de China con funcionarios de Corea del Norte. De ese modo pudo ver cómo se organizaban los cuerpos de hackers y aprendió que no todas las unidades tenían tanta suerte como la suya. Las agencias y las empresas afiliadas al Estado enviaban a sus propias unidades al exterior para generar efectivo.

Todas sus actividades estaban planificadas y dirigidas por una oscura división del Partido del Trabajo llamada Oficina 91. Las unidades de hackers se mantenían en estrecho contacto con los consulados de Corea del Norte, reuniéndose allí para beber, hablar y comprar equipos informáticos.

En cierto verano, Jong y algunos colegas visitaron un deteriorado edificio en la ciudad nororiental de Yanji. Allí vivían una docena de programadores que habían sido enviados por el Ministerio de Ferrocarriles norcoreano. Intentaban descifrar un sofisticado software que analizaba actuaciones orquestales en vivo y escribía partituras musicales. Era la temporada de lluvias, el sitio estaba lleno de goteras y ventiladores para combatir el calor y humedad. Junto a una pared había paquetes de ramen. "Algunos hackers apenas se alimentan", dice Jong. Uno de ellos tenía tuberculosis y otro había requerido tratamiento médico después de despertar con una cucaracha alojada en su oreja. Pero no recibían los cuidados que su brigada hubiera recibido.

Otros programadores le contaron historias igual de espantosas. Le hablaron de un joven hacker en Beijing que había recibido una paliza de sus compañeros porque descubrieron que un empresario surcoreano le daba comida, específicamente kimchi. Y supo de un hacker en Guangzhou que murió de dengue al año de llegar. Su supervisor, al parecer, decidió que era demasiado costoso repatriar el cuerpo, de modo que fue incinerado y seis meses después otro programador llevó sus cenizas a casa. Con humor negro los hackers bromeaban que, aunque habían llegado como proteína, podían volver como polvo.

Finalmente, después de haber trabajado en China por algunos años, Jong mismo tuvo problemas. Sin abundar en detalles, citó un "incidente desagradable" que involucraba a un funcionario. Huyó antes de que el régimen pudiera ordenar la inevitable golpiza o la reeducación revolucionaria. Durante dos años recorrió el sur de China, ganaba dinero como hacker, dormía en hoteles y saboreaba la clase de libertad que antes solo imaginaba. Su última parada en la región fue Shenzhen, cerca de Hong Kong, donde tras ganar tres mil dólares y gastarlos en cosas que vagamente describe como "disfrutar de la vida", se dio cuenta que estaba cansado.

Volver a casa no era una opción, la deserción puede castigarse con la muerte. Jong compró un pasaporte chino falso por unos mil 600 dólares, viajó a Bangkok en tren y autobús y llamó a la puerta de la embajada de Corea del Sur. Vivió allí durante un mes, sometido a un control de seguridad, antes de ser trasladado a Seúl.

Los otros desertores con los que hablé confirmaron a grandes rasgos la historia de Jong, aunque su trabajo era otro. Eran de un grupo de hackers que Norcorea había desplegado en China para desarrollar y vender apps para iPhone y Android.

Con identidades falsas, se anunciaban en sitios web como Upwork.com y tomaban trabajos para desarrollar aplicaciones para solicitar taxis, comprar en línea o de reconocimiento facial, cualquier cosa que generara dinero. Se les exigía ganar para el gobierno alrededor de 5 mil dólares al mes, trabajando hasta 15 horas diarias y operando bajo las mismas presiones y amenazas que Jong.

Uno de los desertores, quien trabajó bajo los auspicios de una agencia estatal llamada Centro de Computación de Corea, logró escapar cuando un cliente chino que apreciaba su trabajo quiso conocerlo en persona. Al principio se negó, pero cambió de opinión y terminó confesándole que era norcoreano. Cuando le dijo que quería escapar, el cliente le ofreció su ayuda.

El otro desertor cuenta que un día simplemente colapsó por agotamiento y se fue, deambuló por China con la esperanza de encontrarse con uno de los espías surcoreanos de los que le habían advertido al dejar su hogar. Durante seis días durmió en invernaderos, gimnasios, en cualquier lugar con techo, mortificado por haber cometido un gran error. Pero ya era demasiado tarde; si volvía, sería castigado. Finalmente, encontró una tienda administrada por un surcoreano que estaba dispuesto a ayudar.

Lim Jong In, jefe del departamento de ciberdefensa de la Universidad de Corea en Seúl, dice que la estrategia de piratería informática de Corea del Norte ha evolucionado desde que Jong desertó. En el apogeo del programa, afirma, más de un centenar de negocios que se cree eran fachada de las actividades de hackeo de Corea del Norte operaban tan solo en las ciudades fronterizas chinas de Shenyang y Dandong. Desde entonces, China ha combatido estas operaciones en un esfuerzo por cumplir con las sanciones de Naciones Unidas, pero sencillamente las han trasladado a otros lugares, a países como Rusia y Malasia. Su valor para el régimen es demasiado alto como para prescindir de ellas. "Corea del Norte mata dos pájaros de un tiro con el hacking: fortalece sus medidas de seguridad y genera divisas", dice Lim. "Para los hackers es una vía rápida para una vida mejor".

A Jong le va bien en Seúl. Se sonroja cuando lo felicito por su reciente ascenso en una compañía local de ciberseguridad, me dice que tuvo que trabajar especialmente duro para conseguirlo. "Siento que mi valor como programador se reduce a la mitad cuando le digo a la gente que soy de Corea del Norte", señala. Otros en la comunidad de aproximadamente treinta mil desertores expresan frustraciones similares sobre su condición de extranjeros; algunos miran con desdén la forma en que su país adoptivo se preocupa por las apariencias y el dinero, y recuerdan con orgullo el gusto por la franqueza en su tierra natal.

Con todo, no hay vuelta atrás. Jong a veces recibe la visita de agentes surcoreanos y estadounidenses que le piden detalles para investigaciones en curso. Los surcoreanos preguntan sobre la Oficina 91, cómo son los hackers y en qué han trabajado en el pasado. Los estadounidenses le preguntaron hace poco si sabía algo acerca de un edificio en Pyongyang donde estudian y radiografían semiconductores de diseño occidental para replicarlos.

Por la noche, Jong regresa a una vida tranquila con su esposa surcoreana. Su pequeño hijo ha empezado a caminar.

***BLOOMBERG POR SAM KIM

El Financiero (MX) (Mexico)

 



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