En una época ideologizada, no hay término medio con Putin. En un extremo, aparece como el caballero blanco, aquel capaz de plantar cara al globalismo, de salvar a la decadente Europa occidental de si misma, y de defender la civilización occidental contra la amenaza islamista; en el otro extremo, Putin aparece como el contrapunto a los sistemas de libertades, como un nuevo Lenin dispuesto a saltar por las fronteras de Europa del Este y someter a estos países a un nuevo régimen de terror.
Ciertamente se equivocan quienes piensan que tras todas
las calamidades occidentales se encuentra la mano negra rusa: pero a estas
alturas resulta evidente que la propaganda, la infiltración, la compra de
voluntades en occidente constituyen parte esencial de la estrategia rusa.
También se equivocan quienes ven en él la línea de defensa occidental frente al
Islam: para Putin, esta cuestión, esencial para los europeos, es algo
accidental y relativo. Sus miras son –difícil reprochárselo- el interés de
Rusia.
La política exterior de Putin hunde sus raíces en el
tradicional nacionalismo ruso, que incluye una paradójica aproximación a Europa
occidental. Putin ve en los europeos, a un tiempo con miedo, desprecio y cierta
envidia. Con el miedo histórico a la amenaza procedente de las potencias
europeas hacia el suelo ruso; con el desprecio a la debilidad democrática de
las sociedades abiertas; y con envidia y resentimiento ante la influencia
histórica que Francia, Gran Bretaña, Italia o Alemania tienen en todo el
mundo. Esta peculiar mezcla, típicamente rusa, lleva habitualmetne al Kremlin a
la amenaza y la paranoia; pero al mismo tiempo está alejada de la ideología
imperialista y revolucionaria que protagonizó la política exterior rusa durante
los años de la Unión Soviética. Putin está mas cerca de Nicolás I que de Lenin.
Putin es especialmente sensible al cálculo de poder, y
por esa razón es importante dimensionar las capacidades con las que cuenta.
Ciertamente, el Kremlin ha desplegado todo un discurso internacional
basado en la fortaleza militar: el pulso con la OTAN en el báltico, la anexión
de Crimea y la ocupación del este de Ucrania y, sobre todo, la guerra civil
siria aparecen como . A nivel global, Rusia reivindica una relación de tú a tú
con los Estados Unidos a través del “tú a tú nuclear”. Sin embargo, los
aspavientos rusos muestran al mismo tiempo las limitaciones y carencias
estratégicas. En Ucrania, la cercanía al teatro de operaciones, la
facilidad geográfica no ha impedido una guerra larga y especialmente sucia por
ambas partes. En los países bálticos, la ventaja rusa estriba también en la cercanía
del teatro de operaciones: los aliados sostienen el pulso a los aviones rusos
en una especie de juego que obvia lo esencial, que es la ventaja terrestre en
caso de conflicto.
Es curiosamente en la gran apuesta rusa, Siria,
donde las limitaciones son más patentes. A diferencia de Ucrania, junto a la
frontera rusa, el despliegue en Siria exige cierta capacidad logística, lo que
supone un esfuerzo tanto tecnológico como económico: Rusia no puede llevarlo a
cabo, lo que le lleva, por un lado, a centrarse en principalmente en apoyo
aéreo allí en los frentes donde Al Assad tiene problemas. Pero los ataques
sucesivos de las potencias occidentales, incluso la impunidad de la que se
jactó Trump incluso por twitter, han mostrado los problemas para proteger a Al
Assad. Los aliados rusos no están seguros con el paraguas del
Kremlin. Y para estarlo, obligan a despliegues de sistemas más
sofisticados…y caros.
Por otro lado, la gran cuestión de la ocupación del
espacio arrebatado al enemigo se desplaza necesariamente a los aliados iraníes
de Al Assad. La peligrosa ocupación militar del terreno, como los
occidentales saben bien, es cara, peligrosa y dura. Pero sólo ella garantiza la
victoria real, a un precio alto. Putin ha renunciado a ello. Lo que significa
que la victoria en Siria puede depender de Rusia, pero la paz depende de los
iraníes, y no del Kremlin.
El presupuesto militar ruso posee dos carencias. Desde el
fin de la Guerra Fría, el Kremlin ha conseguido con éxito mantener ciertas
capacidades y recuperarlas después, logrando avances importantes en términos de
defensa y control del espacio aéreo. Pero sus fuerzas armadas siguen siendo
demasiado pesadas, mal equipadas y mal preparadas. La plena profesionalización
queda demasiado lejos. El gasto en Defensa, del orden de unos 70.000
millones de dólares en 2017, se acerca a una décima parte del norteamericano,
bien que éste más disperso y centrado en operaciones alrededor del mundo de las
que los rusos, por suerte, carecen. En todo caso, la combinación de los presupuestos
de defensa de los grandes países europeos sobrepasan por mucho el esfuerzo
ruso. La segunda gran carencia es de sobra conocida: la vulnerabilidad de la
economía rusa respecto a sanciones del exterior, y tiene un doble
impacto: el directo en el presupuesto de defensa (5,5% PIB), y el no menos
importante en la industria del sector que sostiene los programas y sistemas
rusos.
Putin ha desarrollado una política exterior basada en el
delito, que hunde sus raíces en las peores conductas: la eliminación física de
oponentes políticos, de refugiados y ex agentes de inteligencia, o el uso de
grupos delictivos volcados en la ciberdelincuencia y el reparto de
beneficios. Son herramientas útiles y versátiles, qué duda cabe. Que
reportan réditos importantes al Kremlin. Pero por su propia naturaleza, impiden
que pueda hablarse de liderazgo mundial en términos reales: este incluye
cierta ejemplaridad y cierta apelación a valores, a menudo traicionados,
pero que no pueden faltar de una política exterior con aspiraciones reales.
Putin, por los fines buscados y los medios empleados, es
incapaz de ello. Su papel en el mundo está por definir, y en esta definición
entra la conducta del resto de grandes potencias. A ellas corresponde sentar al
Kremlin en la mesa de negociación y dimensionar sus aspiraciones. Pero ni sus
admiradores ni sus críticos parecen darse cuenta de ello.