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19/10/2006 | Las reñidas elecciones de México

Luis Rubio y Jeffrey Davidow

Las elecciones del 2 de julio en México no sólo fueron una contienda para elegir un presidente y renovar el Congreso. Fueron también un referéndum sobre el futuro del país, y los electores las tomaron como tal.

 

La cuestión nacional se refirió esencialmente a si los mexicanos querían dar continuidad a las reformas de los últimos años o volver al pasado; es decir, si el país debía continuar el camino de la liberalización política y económica que comenzó a mediados de los años ochenta o volver al modelo de desarrollo impulsado por el Estado de los años setenta.

Felipe Calderón, del Partido Acción Nacional (PAN), de corte conservador, representaba la primera de las opciones; Andrés Manuel López Obrador, del Partido de la Revolución Democrática (PRD), de izquierda, la segunda. Si bien Calderón parece haber superado a López Obrador y obtenido la victoria, ambos recibieron cerca de un tercio de los votos. (López Obrador rechazó los resultados y llevó su protesta a las calles y ante los tribunales.) Pero ni la promesa de Calderón de continuidad ni el populismo reaccionario de López Obrador representan una solución para los profundos y persistentes problemas estructurales de México.

El llamamiento de Calderón -- más pronunciado entre quienes tienen niveles de educación más elevados y en la mitad norte del país, donde el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y la reforma económica tuvieron mayores efectos benéficos -- se apoyó en su argumento de que la estabilidad financiera, la paz social y el crecimiento económico moderado de los últimos años eran demasiado importantes para ponerlos en riesgo con el regreso a las políticas y métodos de gobierno que en el pasado no habían funcionado bien para el país. López Obrador habló más a los menos instruidos y de menor nivel socioeconómico y a los habitantes del centro y sur del país, donde las reformas de las últimas dos décadas produjeron considerablemente menos cambios positivos. Rechazó la actual doctrina de gobierno mexicana, según la cual se sirve mejor a la nación mediante la internacionalización de su economía; la reducción de los controles estatales; la creación de instituciones independientes que funcionen como contrapeso unas de otras; el mayor juego de las fuerzas del mercado y un papel menor de la política y los partidos en la vida diaria. López Obrador sostuvo que el país ha estado apuntando en la dirección equivocada desde que se apartó de su tradición de gobierno fuerte y economía subordinada. Durante la campaña, Calderón trató de distanciarse del presidente Vicente Fox, miembro de su mismo partido, quien lo había excluido de su gabinete. Se manifestó por programas sociales amplios y más eficaces. Pero de hecho, con su mensaje Calderón respaldó las políticas de Fox y las tendencias recientes de la economía y el desarrollo político de México. Su campaña se orientó al futuro; López Obrador en cambio, miraba al pasado.

La nostalgia por un tiempo más simple tuvo un importante papel en la campaña de López Obrador. Como jefe de gobierno de la ciudad de México, hizo las cosas -- la nueva infraestructura vial y los proyectos de embellecimiento de la ciudad -- y así sugerir que él representaba una vuelta a los agentes de poder del Partido Revolucionario Institucional (PRI), mamut que gobernó durante décadas antes de sumergirse irremediablemente en las viscosas fosas de la corrupción, el compadrazgo y las crisis económicas (rebeldes como López Obrador abandonaron el PRI para formar el PRD). También capitalizó la incompetencia de Fox para cumplir las expectativas excesivamente altas que había creado (es probable que ningún político las hubiera podido cumplir, ni siquiera alguien mucho más diestro en la lucha política interna de lo que resultó ser Fox).

La mayor fortaleza de López Obrador radicó en su habilidad para explotar el sentido de victimización y desilusión de México. Habló para y por quienes se consideran perjudicados en el proceso de modernización. Con un mensaje de campaña basado más descaradamente en la idea de clase que lo observado recientemente en la política mexicana, transformó a una población pasiva de gente pobre y clase media que había permanecido en los márgenes del crecimiento económico en un movimiento social que exige un papel en la transformación de su sociedad.

En México la pobreza sigue siendo endémica. Ni el viejo enfoque del PRI para el desarrollo (que López Obrador adoptó durante estas últimas elecciones) ni el intento más reciente de modernizar la economía mediante políticas limitadas basadas en el mercado tuvieron éxito en reducir la desigualdad de modo significativo. De hecho, México nunca llegó a liberalizar su economía ni su política al grado que necesita una sociedad moderna: algunas reformas fueron ambiciosas, pero muchas estuvieron destinadas a favorecer a los amigos, y en los gobiernos del PRI que precedieron a Fox las reformas mantuvieron intactos el antiguo sistema político y sus intereses. Como resultado, los beneficios de la reforma han sido menores a lo esperado, y fue mucha la gente que se sintió herida y se quedó esperando: los campesinos, los trabajadores y los propietarios de pequeñas empresas y fábricas se vieron avasallados por la competencia internacional y desplazados por las fuerzas de una economía moderna. Fue a base de estos grupos y de sus simpatizantes -- los intelectuales y los activistas sociales de la izquierda -- que López Obrador construyó su movimiento. Reforzó la creencia de esta gente en que, hoy más que nunca, el éxito en México depende más de tener los padres adecuados que del esfuerzo y el mérito, y en que hay un desequilibrio no sólo de riqueza sino también de oportunidades que los ricos y poderosos mantienen inamovible.

A los partidarios de López Obrador no les preocupó que mucho de lo que el candidato proponía -- mayor control estatal, más subsidios, aumento del gasto gubernamental, disminución de las reservas internacionales -- hubiera sido probado anteriormente y hubiera fracasado, muchas veces desembocando en monumentales crisis financieras para el país. Tampoco les perturbó particularmente que su propuesta pudiera conducir a un gobierno de mano más dura, más intolerante y menos abierto. López Obrador parecía prometer el retorno a un PRI purificado, poderoso y al mismo tiempo honesto y competente (aunque nunca expuso su visión de esta manera).

La campaña de Fox de 2000 se caracterizó por el optimismo: la expectativa de que la alternancia de partidos en el gobierno abriría un mundo de posibilidades para el país y sus ciudadanos. Si bien una comprensible sed de justicia social motivó a muchos de los seguidores de López Obrador, este deseo se mezcló intrínsecamente con sentimientos de decepción, resentimiento, amargura y envidia, que tan evidentes resultaron en las masas de gente que salieron a la calle a protestar por los resultados electorales. Las profundas divisiones que marcaron la campaña y la reacción posterior al 2 de julio no presagian nada bueno para México. El nuevo presidente, cuando asuma su mando el 1 de diciembre, enfrentará un desafío que no podrá superar ni mediante la continuidad ni con el retorno al pasado.

TRANSICIÓN INCOMPLETA

Para sacar adelante a quienes han perdido el interés y a los desposeídos, la economía de México deberá brindar mayores beneficios a mayor número de ciudadanos, y su gobierno deberá ser más eficaz, abierto y honesto. Esto requerirá una profunda reforma de las instituciones de gobierno, de los procedimientos burocráticos, de los sistemas de educación y recaudación de impuestos, de numerosas leyes e incluso de la Constitución. Los líderes políticos y económicos de México no han asumido seriamente este desafío, y han preferido el cómodo statu quo. Y aunque tanto López Obrador como Calderón hablaron incansablemente de cambio durante sus campañas, no ofrecieron muchas pruebas de que realmente entiendan la profundidad del problema.

El camino que México inició hace 20 años no es errado: simplemente no se lo ha recorrido lo suficiente. El principal objetivo del país debería ser colocar la economía en una órbita de alto crecimiento y dar el salto del conjunto de economías que se debaten en una segunda línea al mundo desarrollado.

La economía de México ha sostenido durante los últimos 12 años su arduamente ganada estabilidad -- lo que no es un hecho menor luego de 25 años de inflación, crisis y devaluaciones -- . Pero no ha crecido suficientemente rápido como para absorber la fuerza de trabajo disponible o afrontar las serias tareas sociales que el país viene posponiendo desde hace décadas. Fox prometió un crecimiento anual de 7% y la creación de más de un millón de nuevos empleos por año. Sólo consiguió un crecimiento de 3% anual y un promedio de sólo 100000 nuevos puestos de trabajo por año. Es cierto que se vio ante los efectos de una economía estadounidense mediocre durante buena parte del tiempo que duró su mandato, pero el fracaso de su gobierno en el cumplimiento de sus metas se debió sobre todo a su incapacidad de implementar cambios estructurales importantes que pudieran desatar la economía mexicana y ofrecer oportunidades a numerosas personas que en 2006 terminarían votando por López Obrador.

Todas estas fallas fueron síntomas de un problema más fundamental: la incapacidad de las instituciones de México de trabajar con eficacia. Durante siete décadas de dominio del PRI, las instituciones del gobierno fueron actores secundarios. El partido confería al presidente una capacidad extraordinaria de influir en todos los acontecimientos mediante su amplia red de control extragubernamental. Con la derrota del PRI en 2000, la "nueva" presidencia se volvió mucho más débil, ya que Fox pasó a contar sólo con sus poderes constitucionales para operar. Este cambio, junto con una actitud del PRI que vio las fallas de Fox y con un boleto para volver al poder, más la propia inexperiencia política del presidente, llevaron a un periodo de seis años de parálisis gubernamental que sumó fuerza a la campaña de López Obrador.

La ineficacia y la manipulación política de las instituciones del gobierno llevaron a la desconfianza generalizada a importantes sectores de la población. López Obrador pudo generar apoyo masivo para su rechazo a los resultados de las elecciones porque son tantos sus compatriotas inclinados a creer a priori lo peor de sus gobernantes, lo que incluye, en este caso, el Instituto Federal Electoral, que sin embargo es eficaz, eficiente y honesto.

Para que México pueda romper el círculo vicioso de desconfianza pública, resentimiento y desarrollo insuficiente, debe haber una reforma que se adecue a la nueva realidad de poder político e incluya las instituciones que deben ejercerlo. En cierto sentido, las instituciones de México deben refundarse. Una reforma ambiciosa transformaría la relación entre el legislativo y el ejecutivo, la estructura del mismo Congreso y el sistema de partidos. Estas instituciones políticas funcionaron bien durante la era del PRI, pero hoy carecen completamente de sentido. Por ejemplo, 200 de los 500 miembros de la Cámara de Diputados de México no representan a electores sino que son operadores políticos elegidos por las jerarquías partidarias. La sacrosanta tradición mexicana de no reelección de funcionarios públicos (al menos, no para el mismo cargo) significa que numerosos funcionarios apenas hacen caso de sus electores, lo que aumenta la hostilidad y el desinterés de la gente. Una revisión de la relación entre los estados y el gobierno nacional así como del funcionamiento de los gigantes monopolios estatales de petróleo y electricidad también se impone. Incluso una reforma modesta, mediante la que se crearan mecanismos como una "ley guillotina", que fijara un lapso para que una legislatura apruebe un decreto del ejecutivo (en vez de que se apruebe de manera automática), reequilibraría la relación entre la legislatura y la presidencia.

Algunas de las disfunciones más visibles del sistema de México son bien conocidas y se discuten con frecuencia. Pero es poco lo que se ha hecho para modificarlas, porque el statu quo beneficia a importantes grupos de interés. La evasión y los huecos del sistema impositivo significan que la recaudación del PIB mexicano por parte del gobierno es insuficiente para una redistribución que aliente el crecimiento de modo adecuado mediante programas sociales, desarrollo de infraestructura y educación. La necesidad de una reforma fiscal seria es urgente, y lo será todavía más conforme las pensiones se vuelvan aún más costosas para una población que envejece. Además, el mercado de trabajo sigue siendo inflexible. La protección excesiva de los trabajadores se traduce en menor número de empleos: las industrias no están dispuestas a contratar nuevos trabajadores porque no pueden despedirlos cuando hay recesión económica. La reforma laboral es una llave importante para el crecimiento económico. México además comparte con Corea del Norte la vergüenza de ser los únicos dos países que aún prohíben la inversión de riesgo privada en la exploración de gas y petróleo. Esta restricción limita el potencial del crecimiento energético en un momento en que la propia producción petrolera de México (segunda mayor fuente de petróleo extranjero de Estados Unidos) decrece y aumentan las importaciones de gas desde Estados Unidos. Los cambios legales y constitucionales resultan imperativos para que México esté en condiciones de explotar sus vastos recursos energéticos.

Alcanzar niveles más altos de crecimiento económico requerirá una combinación de inversión interna y extranjera y un gobierno más competente. En algunos sectores, como en el energético, atraer más inversión extranjera dependerá de cambios legales o constitucionales significativos. Pero en todos los casos, un incremento de la inversión exigirá un gobierno mucho más eficaz; regulaciones menos engorrosas; un sistema judicial limpio y transparente; empresas públicas más orientadas a los consumidores; mejora de la infraestructura, y un esfuerzo concertado para promover la competencia que limite el poder de los monopolios gubernamentales y de los sindicatos del sector público, que se benefician de mantener las cosas tal como están.

La enorme brecha social que aqueja al país y de la que López Obrador habló con eficacia durante su campaña debe afrontarse con mayor energía. La percepción generalizada es que mucha gente (tal vez una mayoría) ha sido dejada de lado en el proceso de desarrollo. Buena parte de esta gente no está entre los pobres más pobres sino que más bien enfrenta obstáculos insalvables en su vida diaria mientras observa cómo a los mexicanos más ricos les va bien y se jactan de ello. Los gobiernos de Ernesto Zedillo (1994-2000) y Fox implementaron programas profesionales y de alta calidad para afrontar la pobreza. Estos programas (que han sido incluso copiados en otros países) ponían un fuerte acento en la pobreza extrema de México, pero el porcentaje de la población considerada pobre se mantiene aún en aproximadamente 50 por ciento.

Estos programas se basan en el sistema educativo para ayudar a los niños de quienes actualmente son pobres a permanecer en la escuela, quebrando así el ciclo de pobreza. Pero el sistema educativo en su conjunto tiene profundas necesidades de inversión y reforma -- la última muy resistida y combatida por los poderosos sindicatos de maestros -- . La educación pública en México no está aún a la altura del desafío de convertirse en una fuente vital de oportunidades adecuadas a la era de la economía de la información y del ingreso de México en el mercado global. Modificar el sistema requerirá mucho más que nuevos libros de texto. Un sistema educativo moderno dirigido al desarrollo de auténticas oportunidades e igualdad modificaría radicalmente la estructura social de México. De igual importancia, un sistema que permitiera financiar la educación y mantener un fondo para que los más pobres puedan acceder a estudios superiores crearía oportunidades que hoy faltan. Todo esto requerirá no sólo resolución de parte del nuevo presidente y el nuevo Congreso para llevar a cabo los cambios, sino también las habilidades políticas necesarias para transformar también las estructuras subyacentes.

El gobierno de México debe encontrar formas de aligerar el peso de la burocracia y los procedimientos administrativos. Crear una empresa nueva en México resulta caro y difícil. Mantener la legalidad y cumplir con los requisitos impositivos y de otra índole resulta tan agobiante que millones de mexicanos establecen empresas informales y no pagan impuestos. Evitar la burocracia y los recaudadores de impuestos tiene sentido desde la perspectiva de los individuos participantes, pero no alcanza para generar riqueza, empleos permanentes bien remunerados ni recursos para las necesidades legítimas de gobierno. México debe expandir el sector moderno de la economía mediante el desarrollo de la competencia gubernamental y la competitividad empresarial, mientras al mismo tiempo hacer frente a la desigual estructura social de la sociedad mexicana. Ni el priísmo reformulado de López Obrador ni las promesas de campaña foxistas de Calderón ofrecen la clase de reforma integral que se necesita.

Una vez que el nuevo presidente sea investido el 1 de diciembre, tendrá que empezar de inmediato a promover tanto el crecimiento económico como una mayor igualdad social para brindar a los pobres de hoy oportunidades de ascenso. El nuevo presidente no tendrá tiempo que perder. El mundo se mueve demasiado rápido. México ya no está detrás de Canadá como segundo socio comercial de Estados Unidos. China le quitó el lugar en la fila. A menos que los próximos seis años signifiquen un crecimiento económico sostenido y elevado, millones de nuevos empleos y programas concomitantes destinados a disminuir la desigualdad social, el país seguirá perdiendo posiciones en la carrera global, y será mayor el número de su población que caerá en el desinterés y en el desencanto. Los rencores y resentimientos que jugaron un papel tan importante en la carrera de López Obrador al poder no fueron obra suya, y seguirán creciendo a menos que México ingrese en un periodo de cambio económico e institucional profundo.

Estas reformas son esenciales, pero algunas son de tal magnitud y tan difíciles en términos políticos que han desalentado a los líderes de México, obligándolos a redirigir sus energías hacia objetivos menores. La política mexicana se ha mostrado notablemente estéril y poco imaginativa durante los últimos años, marcada por intrigas de cortas miras y un mezquino marcaje diario al adversario. Los tres partidos mayores necesitan reformas integrales internas. El PRD es una colección de tribus, y su líder moral y fundador, Cuauhtémoc Cárdenas, está notablemente inconforme con el tipo de populismo de López Obrador. El PRI, humillado por haber descendido al tercer lugar, probablemente ingrese en un periodo de guerras intestinas. Y el PAN seguramente reconocerá que la división interna entre su ala más moderna y empresarial y la vieja escuela de conservadurismo social jugó contra su desempeño en las elecciones.

Correrá mucha sangre política en los próximos meses, pero esa misma inestabilidad podría representar nuevas oportunidades. Tanto Calderón como López Obrador aseguraron claramente durante sus campañas que ampliarían la base de sus gobiernos a fin de incluir antiguos oponentes. Si lo dijeron seriamente es algo que aún debe probarse, pero en un Congreso dividido no habrá oportunidades de movimientos sin coaliciones políticas construidas sobre un programa de reformas consensuado.

ÍNTIMAMENTE UNIDOS

Es un hecho que el éxito o el fracaso de México tendrán un impacto significativo en Estados Unidos. Los dos países están unidos por un flujo constante de comercio, cultura y gente. La compleja actitud de México hacia Estados Unidos desafía las descripciones fáciles. Muchas veces resulta contradictoria: a veces, México parece actuar como una enorme secta melanesia a la espera de cualquier cosa que caiga del cielo del norte; otras veces teme una pérdida de soberanía y su natural suspicacia mantiene a Estados Unidos a innecesaria distancia. México ha tratado de mantener el orgullo de la distancia sin dejar de disfrutar de los beneficios prácticos de la proximidad.

Esta relación es ahora particularmente incómoda por las fuertes tensiones que la inmigración genera en ambos países. Haciendo una mala lectura de la natural buena voluntad texana y del rudimentario entendimiento del tema que posee el presidente George W. Bush, el presidente Fox decidió apostar la suerte de su gobierno a un cambio en la política migratoria estadounidense. Ambos presidentes se encontraron en el rancho de Fox en febrero de 2001 y acordaron alcanzar un acuerdo que propiciara un nuevo enfoque del tema en cuestión de meses. Los operadores políticos de la Casa Blanca, sin embargo, pronto frenaron la consideración seria de las propuestas elevadas por el Departamento de Estado. Argumentaron que liberalizar la ley era demasiado peligroso políticamente en un estadio tan temprano del entonces primer periodo de Bush. Después del 11-S, esta perspectiva encontró respaldo en cuestiones más concretas.

Por desgracia, Fox y su entonces ministro de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda, no pudieron, o no quisieron, leer lo que está escrito en el muro de la frontera. Se obcecaron torpemente en presionar por soluciones que se habían vuelto políticamente inalcanzables en Estados Unidos y descartaron las posibilidades que ofrece un cambio gradual. Fox y Castañeda cometieron el mismo error que diversos gobiernos estadounidenses habían cometido antes: redujeron públicamente la complejidad de la relación mexicano-estadounidense a un único tema: para Washington habían sido las drogas en los años noventa; para la ciudad de México, la inmigración. La posición absolutista de los mexicanos y su mala lectura del escenario político estadounidense ofreció a la Casa Blanca un camino para apartarse de toda acción, permitió que el tema migratorio se desvirtuara y convirtió lo que había sido un grupo extremo de derechistas del Congreso estadounidense en la voz del Partido Republicano, lo que en última instancia resultó en la grotesca ley que el Congreso estadounidense aprobó en 2006, por la que se declara delincuentes a los extranjeros indocumentados (como si Estados Unidos necesitara 11 millones más de delincuentes que rastrear).

El tema de la inmigración, tan pobremente manejado, también provocó que ambos gobiernos dejaran de concentrarse en el objetivo más crítico: facilitar el comercio y la inversión para impulsar el crecimiento económico y la mayor competitividad de América del Norte en su conjunto. Éste es el tema verdaderamente fundamental en la relación entre México y Estados Unidos. El desorden migratorio es resultado directo de la falta de crecimiento y oportunidades en México. El Congreso estadounidense bien puede aprobar una ley que sus partidarios promuevan como respuesta al problema, pero será tan ineficaz como los esfuerzos previos. En la medida en que México siga siendo pobre y persista la tentación de las oportunidades del otro lado de la frontera, los trabajadores continuarán apuntando al norte. El flujo no podrá detenerse ni con leyes ni con muros. Pero hay medidas inmediatas que Estados Unidos podría tomar para hacer este flujo más humano y, no de manera secundaria, dar al nuevo gobierno mexicano una importante victoria pública en el inicio de su ejercicio.

Un prueba temprana de cuán dispuesto estaría Washington a ayudar a México se relaciona con la última etapa de cumplimiento de las provisiones agrícolas del TLCAN, que acabaría con las limitaciones que aún persisten en México para la importación de maíz, frijoles y leche en polvo. Los anteriores gobiernos mexicanos no se preocuparon lo suficiente por preparar a los campesinos más pobres de México para enfrentar la competencia. El nuevo gobierno deberá crear un programa de asistencia destinado a ese sector de la agricultura mexicana, de modo que los productores puedan sobrevivir, mientras al mismo tiempo se negocie un programa de cumplimiento con los socios del TLCAN. Ésta es un área en la que una actitud comprensiva de Estados Unidos podría ser de gran ayuda.

Washington debería también concentrarse en cómo contribuir al crecimiento de la economía mexicana. Hay muchos pasos posibles que deberían considerarse. Un gran fondo para desarrollo de infraestructura que facilitara el comercio, en la línea del que crearon las naciones europeas más ricas del norte para sus colegas más pobres de la Unión Europea, tendría sentido y beneficiaría a ambos países. Pero no resulta claro si el ánimo político de Estados Unidos permitiría respaldar medidas como éstas o si México podría desarrollar los mecanismos adecuados para hacer un mejor uso de los recursos adicionales. Otra iniciativa, tal vez con mayores posibilidades de éxito político, podría ser una inyección masiva de fondos para mejorar el sistema educativo de México. Es cierto que Estados Unidos podría poner fin a su incumplimiento con algunas provisiones del TLCAN (como abrir la frontera a los camiones mexicanos de larga distancia) y tratar de encontrar mecanismos para resolver controversias originadas en el marco del TLCAN que fueran eficaces y eficientes. La cooperación energética con México se ha restringido, en gran medida debido a la sensibilidad de México en este tema, pero una nueva perspectiva que se centrara en combustibles alternativos podría abrir algunas puertas a la cooperación internacional. Y entre las muchas buenas razones para que Estados Unidos revise y reduzca sus subsidios agrícolas, una especialmente motivadora es que estos subsidios perjudican a los pequeños productores mexicanos, empujándolos a tratar de cruzar la frontera en busca de trabajo.

Casi 200 años de relaciones muchas veces inestables entre México y Estados Unidos no podrán revertirse por completo en los próximos seis años. Pero una relación de trabajo más cercana ayudaría a ambas naciones a tratar los temas comunes. México debe brindar a sus ciudadanos más oportunidades. Ésta es una labor de México, pero Estados Unidos tiene un gran interés en que se lleve a cabo y un papel que desempeñar.

Foreign Affairs (Estados Unidos)

 


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