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18/09/2018 | México - Historia en la sombra: La insurgencia popular

Eric Van Young

Quisiera llamar la atención sobre dos episodios oscuros pero emblemáticos de lo que habría de ser, en el curso de una década caótica y violenta, de conflictos armados, la lucha de México por su independencia.

 

El primero tuvo lugar a principios de noviembre de 1810 cerca de Las Cruces, al occidente de la ciudad de México, después de la batalla que libraron ahí el numeroso pero desorganizado ejército del padre Miguel Hidalgo y Costilla y una fuerza realista mucho menor. Una docena de jóvenes indígenas de la población de Celaya fueron arrestados por las autoridades del pueblo bajo la fundada sospecha de que habían participado en la batalla del lado insurgente. Todos eran campesinos pobres y sólo uno hablaba español. En su testimonio dijeron que a través del gobernador de su comunidad habían recibido instrucciones del mismísimo rey de España, quien se había aparecido en el Bajío a bordo de una misteriosa diligencia negra para ordenarles que siguieran al cura Hidalgo, mataran al virrey y a los demás españoles, y se repartieran sus bienes.

El segundo incidente se dio durante el sitio de Cuautla, en marzo de 1812. En las afueras del pueblo sitiado las fuerzas realistas capturaron a José Marcelino Pedro Rodríguez, un joven indígena, a quien dieron de inmediato trato de rebelde y sentenciaron a muerte para el siguiente día. Cuando le preguntaron qué hacer con su cuerpo, Rodríguez pidió que lo regresaran al pueblo sitiado, ya que el padre José María Morelos tenía con él a un niño milagroso que lo haría levantarse de entre los muertos al tercer día.*

¿Qué significan estos incidentes y cómo iluminan los procesos de la independencia cuyo resultado inmediato, la separación de España y el establecimiento de una nueva nación, México celebrará en el año de 2010, bicentenario de su nacimiento?

Hay muchas cosas dignas de nota en los episodios de Las Cruces y Cuautla, más allá del interés humano de las anécdotas, y de su utilidad como posibles lentes descriptivos para mirar los movimientos de independencia.

Para empezar, el origen étnico de los actores fundamentales en ambos casos subraya el hecho de la participación indígena en una lucha que desde su inicio, pese a todo, tuvo la forma de un conflicto social teñido de claros antagonismos étnicos. Contra el lugar común de la historia de bronce que señala la lucha de independencia como el momento en que el mestizo aparece en la escena nacional, el hecho es que los grupos indígenas tuvieron un papel central durante casi todo el periodo, con un peso proporcional al de su número en la población de la Nueva España (55 por ciento de insurgentes acusados eran indígenas vs. 60 por ciento de la población).

El incidente de Las Cruces deja entrever cómo era reclutada la gente del común para la causa insurgente: no mediante inflamados discursos de los curas rebeldes, ni por los cabecillas insurgentes, sino mediante redes locales de parentesco, poder y amistad en sus comunidades de origen.

Los episodios revelan, finalmente, ciertas creencias mágico-religiosas que facilitaron la acción de la gente del campo en la rebelión: esquemas de pensamiento mágico en torno al rey de España, El Deseado, que incluía creencias mesiánicas en sus poderes redentores (aunque no de manera explícita en estos ejemplos); y en torno a los poderes sobrenaturales del padre Morelos, o al menos del milagroso niño que se decía había traído de la Tierra Caliente.

No se agotan ahí las lecciones que puede ofrecernos el estudio cuidadoso de los hechos, los dichos y los pensamientos de la gente común y corriente que fue parte de la insurgencia. Señalo nada más que este tipo de cosas —la importancia de la etnicidad indígena en el movimiento, la dinámica del reclutamiento rebelde y el universo mental de la gente del campo— están mal representadas, cuando no del todo ausentes, incluso en las más refinadas historias académicas dedicadas a la independencia. Es una historia en la sombra sólo parcial e imperfectamente explorada hasta ahora, historia que merece la atención por igual de historiadores y patriotas.

Me refiero a lo que podría llamarse la “infrahistoria” de la rebelión, la zona que no tocan los estudios de la política imperial, las vidas de los próceres, las batallas, la Constitución de Cádiz o incluso el pensamiento político que puede rastrearse en las palabras escritas y habladas de los líderes insurgentes.

No quisiera ser mal entendido: todos los aspectos del movimiento de independencia fueron importantes, pero también lo fue la historia vivida de la experiencia diaria. Recrear las acciones y los pensamientos de la gente común no es un simple condimento para dar sabor al análisis de cuestiones más trascendentes, un toque de historia social para narrativas más apetitosas de grandes hechos y grandes ideas. He dicho en otras partes y repito aquí que si ignoramos la historia social y cultural de los grupos subalternos caemos en el peligro de “resultantismo” —la creencia teleológica de que el resultado final del proceso de independencia, la separación de España y el establecimiento de una comunidad mexicana independiente, fue el propósito común de los miles y miles de gentes arrastradas por la violencia de la rebelión—. Si caemos en esta falacia estaremos distorsionando gravemente el proceso de independencia, olvidando que los diferentes grupos de la población de Nueva España fueron llevados a la insurgencia por distintas razones.

Muchos indígenas de los pueblos —de hecho la mayor parte— participaron en el conflicto armado para defender sus comunidades contra la intromisión del Estado borbónico y las incipientes fuerzas de la modernización, más que para afirmar la autonomía política de la colonia mexicana dentro de una monarquía española reconfigurada, o para alcanzar la plena independencia de la metrópoli. Incluso la pretensión de que todos los que tomaron parte en la insurgencia de 1810-1821 lo hicieron movidos por un impulso nacionalista, o de que seguían el pendón de la Virgen de Guadalupe con reflejos pavlovianos, oscurece más que aclara el difícil curso formativo de la nación durante el siglo XIX.

La idea de que la debilidad del Estado mexicano, así como la fragmentación espacial y social del país durante el siglo XIX, son el resultado de la desaparición de un Estado colonial fuerte, de la desintegración del poder borbónico y de la forma en que se logró la independencia, debe ser sustancialmente corregida. La debilidad del Estado mexicano y las dificultades de forjar patria en el medio siglo que va de la independencia al porfiriato, no tiene su único origen en el vacío de legitimidad dejado por la monarquía. Estos rasgos, muy conocidos y comentados de la vida pública mexicana decimonónica se debieron también, en igual medida, a la persistencia de lealtades comunitarias, en especial de comunidades indígenas, donde la doble hélice de la identidad étnica y religiosa contribuyó al terco localismo de la sociedad rural, que había existido desde mucho antes de que México alcanzara su independencia, y persistiría mucho después. Sin sacar de la sombra la infrahistoria de la insurgencia de 1810, nada de esto puede comprenderse a cabalidad.

****Eric Van Young. Académico de la Universidad de California, San Diego. Entre sus libros: Colección documental de la Independencia mexicana y La ciudad y el campo en el México del siglo XVIII: La economía rural de la región de Guadalajara, 1675-1820.

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• He abordado ambos episodios en mi libro La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, Fondo de Cultura Económica, 2006, así como en muchos artículos y capítulos de libros.

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