ás allá de cuestiones de legitimidad política, casi todos los diagnósticos coinciden en que Venezuela se ha convertido en un estado fallido. Por eso no conviene caer en la conveniente distracción de especular sobre una inminente intervención militar de EE.UU. contra Maduro. Pensar que Washington pueda recurrir a la fuerza para lograr un cambio de régimen es ignorar todo lo que nos ha enseñado Trump en los dos últimos años. Con su permanente confusión del poder militar de EE.UU. con la lucha libre americana, donde proliferan más los faroles que los mamporros de verdad.

Por eso cuando dice que «todas las opciones están sobre la mesa» no hace más que ser coherente con su naturaleza tramposa. Para un trilero como Trump, la carta militar nunca es la pieza manipulada cuya posición debe averiguarse entre un trío de posibles opciones. El presidente es un aislacionista que solo cree en America First y le repugnan las «distracciones» cosmopolitas. El único conflicto que de verdad le interesa es su guerra comercial con China.

Con tufo a tongo, ahí están sus incursiones con misiles en Siria, el uso de la «madre de todas las bombas» en Afganistán o el despliegue invisible del portaaviones USS Carl Vinson para intimidar a Corea del Norte. Su doctrina para la política exterior se compone más bien de oportunismo y banalidad, todo interés y cero valores. Junto a la obsesión de presentarse como un líder decisivo y el implacable renegado del orden liberal internacional.

Ante la crisis de Venezuela, el historial trumpiano a la hora de utilizar la fuerza militar es un exhibicionista alarde fake más propio de la lona del tongo. Sin estrategia, aliados, plan de salida ni aspiraciones a cambiar realmente nada. Como explicó el filósofo francés Roland Barthes, la lucha libre no es más que «una suma de espectáculos».