Desde que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA presentó su informe preliminar sobre Nicaragua en mayo de 2018, estableció entre sus principales recomendaciones al Estado el desmantelamiento de los grupos paramilitares. “El Estado debe desmantelar los grupos parapoliciales y adoptar medidas para impedir que sigan operando grupos de terceros armados que atacan y hostiguen a la población civil”, sentenció la CIDH.
Esta demanda, nacida del reclamo de las víctimas de la
represión con el respaldo de la Conferencia Episcopal de la Iglesia católica,
ha sido reiterada en todos los informes nacionales e internacionales de los
organismos de derechos humanos: Cenidh, CPDH, CIDH, la Oficina de la Alta
Comisionada de la ONU, GIEI, Human Rights Watch y Amnistía Internacional.
Sin embargo, un año después, la dictadura se rehúsa a
desarmar y desmantelar las bandas paramilitares, a pesar de que en el primer
diálogo nacional el canciller Denis Moncada, en nombre del Gobierno, acogió
todas las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La
negativa responde al cálculo estratégico del presidente Daniel Ortega de
mantenerse en el poder por la fuerza del terror paramilitar, imponiéndole un
costo político incalculable al Ejército de Nicaragua. Erigido en “jefe supremo
de la Policía”, según la ley que reformó a su medida, con la complicidad de la
entonces directora de la Policía, Aminta Granera, Ortega también ha sido
coronado como el jefe de facto de los paramilitares.
La formación de una banda paramilitar al margen de la
Constitución confirma el colapso institucional de la Policía Nacional. También
revela que, bajo el mando del general Julio César Avilés, el Ejército de
Nicaragua se ha convertido en un instrumento cómplice de la represión, al
actuar como una extensión de la dictadura del Estado-partido-familia.
Resulta impensable que alguno de los jefes militares que
antecedieron al general Avilés en el cargo, desde que en 1990 se inició la
despartidización del Ejército —Humberto Ortega, Joaquín Cuadra, Javier Carrión,
u Omar Hallesleven—, habría permitido que bajo un gobierno democrático se
promoviera desde la presidencia la creación de una banda paramilitar. Con
Avilés, en cambio, el Ejército capituló en una de sus misiones fundamentales al
permitir, por las ambiciones políticas y económicas personales de su jefe, la
creación de estos cuerpos armados que amenazan la seguridad nacional.
En connivencia con Ortega, Avilés primero decapitó en
2013 al entonces jefe del Estado Mayor y segundo al mando en la sucesión
militar, el general Oscar Balladares, y después facilitó una reforma al Código
Militar, que a la postre lo entronizó en el poder por diez años, mientras
Ortega promovía la reelección indefinida. La entronización de Avilés en el
mando militar afecta el proceso de profesionalización del Ejército, al imponer
un “tapón” en los ascensos del escalafón militar, mientras decenas de altos
oficiales calificados han sido mandados a retiro a conveniencia política.
Durante más de una década, el Ejército combatió a los
grupos armados con motivaciones políticas en el campo, descalificados como
delincuentes, abigeos y narcotraficantes. Nunca comparecerán ante un juez,
porque solo hubo “muertos en combate”. Pero bajo el mando de Avilés nunca ese
mismo Ejército se ha atrevido a actuar en contra de los parapoliciales del
presidente Ortega que operan a la vista pública en las ciudades con armamento
de grueso calibre.
Hasta ahora, ningún paramilitar ha sido detenido o se encuentra
bajo proceso de investigación, por los crímenes perpetrados antes, durante y
después de la fatídica Operación Limpieza. El Gobierno pretende cobijarlos bajo
una autoamnistía, que ha sido dictada con la pretensión de dejar estos crímenes
en la impunidad. Una amnistía que ha sido recurrida por inconstitucionalidad
por las Madres de abril y los familiares de las víctimas de la represión, con
la plena convicción de que, más temprano que tarde, en Nicaragua prevalecerá la
verdad y la justicia sin impunidad ante crímenes que son imprescriptibles.
El desarme de estos grupos armados y su sometimiento ante
la justicia, incluyendo a sus líderes y promotores, es condición sine qua non,
para que en Nicaragua se puedan realizar elecciones libres, transparentes y competitivas,
y para crear las condiciones de una futura reforma policial. De lo contrario,
la Nicaragua posOrtega, bajo un nuevo gobierno democrático, será ingobernable
con la permanencia de estos grupos armados ilegales, controlados “desde abajo”.
Pero, ¿puede el Ejército desarmar a los paramilitares,
mientras el general Julio César Avilés sigue siendo el jefe de la institución?
La inacción de Avilés le ha costado al país en los últimos quince meses más de
300 muertos, miles de heridos, decenas de miles de exiliados, y una crisis
irreversible de confianza y credibilidad en la institución militar.
El Ejército tiene las facultades legales e
institucionales para desarmar y desmantelar a los paramilitares. El nudo del
problema radica en el sometimiento del general Avilés al caudillo del FSLN y
jefe de facto de los paramilitares. Esa es la disyuntiva que enfrenta el
Consejo Militar del Ejército de Nicaragua: hundirse con Ortega o intentar
convertirse, otra vez, en una institución nacional, con una jefatura comprometida
a desmantelar las bandas paramilitares.
***Carlos Fernando Chamorro es director del periódico
Confidencial de Nicaragua.