Numerosos militares y policías están en la cárcel -varios de ellos padeciendo una interminable prisión preventiva- imputados de haber cometido los llamados delitos de lesa humanidad. Mientras tanto, quienes fueron sus adversarios en la lucha entablada durante los años 70, no sólo gozan de total libertad sino que, además, muchos de ellos han ocupado importantes cargos públicos. Tal asimetría y la importancia del tema justifican abordarlo, no obstante tratarse de un asunto espinoso.
En primer lugar ¿por qué estos hombres están presos, pese
a las amnistías e indultos dictados sobre el particular y no obstante hallarse
prescriptos tales delitos al momento de iniciarse los respectivos procesos?
Pues, precisamente, por habérselos considerados delitos de lesa humanidad, a
los que no cabe aplicar amnistías ni indultos, amén de ser tenidos por
imprescriptibles.
Esta modalidad de juzgar hechos en base a leyes que no
existían al momento de ocurrir los mismos, tuvo su origen en los juicios
seguidos en Nüremberg contra los jerarcas germanos, donde se aplicaron normas
retroactivamente, aberración jurídica que permitió que los encausados fueran
condenados a muerte y ahorcados en consecuencia.
Si bien en el caso que nos ocupa no fueron invocados como
antecedente los juicios de Nüremberg sino el Protocolo de Roma, que creó la
figura de los delitos de lesa humanidad con posterioridad a su presunta
comisión por parte de los represores en los llamados años de plomo, es claro
que aquéllos configuran el antecedente natural de éstos. Por otra parte, el
Protocolo de Roma establece expresamente que regirá a partir de su vigencia,
que en la Argentina se operó a partir del 2003. Es decir, mucho después de los
70.
Pero, en tren de señalar irregularidades, es preciso
agregar otras, decididamente groseras. Y que consisten en que los delitos de
lesa humanidad definidos en los Protocolos de Roma requieren una condición
previa e ineludible: que se trate de un genocidio y que esté dirigido contra la
población civil.
CIFRA INFLADA
A fin de sugerir la existencia de un genocidio se infló
desmesuradamente la cifra de los desaparecidos, hasta alcanzar el número de
30.000, mínimo necesario para ello. Y esa cifra es falsa de toda falsedad, como
lo declaró honradamente el autor de la misma, señor Labragna, ex guerrillero.
Es falsa, aunque la gobernadora de la provincia de Buenos
Aires, María Eugenia Vidal, haya propiciado una ley mediante la cual se
transformó en delito todo intento de contradecir dicha cifra. Como si los datos
históricos pudieran establecerse por ley y pese a que la gobernadora no puede
ignorar que ha conferido respaldo legal a un embuste grande como una casa, que
contradice incluso lo establecido por la Conadep que, pese a haber exagerado el
número, habló de 9.000 y pico de desaparecidos. Entiendo que, después, la
gobernadora se arrepintió de su actuación al respecto.
Tampoco la represión tuvo lugar contra la población
civil, ya que los guerrilleros estaban organizados militarmente, tenían grados
castrenses y aplicaba internamente una justicia militar, a raíz de la cual
llegaron a ejecutar a algunos camaradas por considerarlos traidores.
Supongo que nada de lo hasta aquí expresado sea
desconocido por los jueces que juzgaron a los represores ni por la Corte
Suprema de Justicia, autora de la jurisprudencia aplicada dócilmente por los
mismos. Y ya es hora de poner fin a esta situación injusta.